viernes, 5 de diciembre de 2014

Cayayos

Llegué a la cima del cerro. El viejo estaba sentado debajo de la encina que hacía las veces de vigía, como si fuera un marinero de piel ajada a punto de subir a la cofa y gritar “¡¡¡Tierra!!!”. Me miró sin demasiada curiosidad. Le supuse harto de veraneantes disfrazados de Indiana Jones que imaginaban que el otero era el Everest. Me senté a la sombra, apenas a un paso de él. Le ofrecí un cigarro sin hablar. Lo cogió, le arrancó el filtro y se lo puso en los labios. Fumamos en silencio.

El agosto de la Meseta cumplía con las expectativas y el sol abrasaba a todo imprudente que se le ponía a tiro. Desde lo alto, miré la ladera que descendía sin prisa en una pendiente casi infinita, hasta morir en la chopera que desesperadamente trataba de cobijar un arroyo moribundo en el que, alguna vez, hace ya muchos años, pesqué cangrejos. El arroyo, los cangrejos y yo habíamos desaparecido en aquella versión, me dió por pensar.

Sopló una ráfaga de viento, pero era otra broma del estío, porque el aire te envolvía en un calor pesado, como si quisiera empujarte a abandonar el somero cobijo de la encina solitaria, para ponerte a merced de un Febo furioso sediento de víctimas. El polvo que bailaba con el aire se hospedó sin confirmar reserva en mi nariz y mi garganta.

Casi me asustó escucharle hablar. Tenía una voz demasiado atiplada para un pellejo tan curtido. Me preguntó, sabiendo de sobra la respuesta, picardías de aldea, de quien era yo. Le contesté. Se quedó callado otro rato. Volvió a hablar para preguntarme por la cueva de mi bisabuelo, y también sabía lo que contestaría. Era una llave para abrir la puerta del recuerdo. Me habló de los “Cayayos”, del trigo, de las fanegas y los celemines, de las viñas, de las ovejas, de los trillos y las mulas. Terminó en los éxodos sucesivos que despoblaron la comarca, en la mina desierta del páramo y en la cooperativa comprada por una multinacional.

Regresamos al silencio. Otro cigarrillo. Me levanté para irme y me sacudí las botas. Se rió como se reiría un conejo. Me dijo que era inútil sacarse el polvo. Qué el polvo de Castilla es el dueño de Castilla y se asienta donde quiere por derecho de pernada. Qué solo la lluvia y la nieve, cuando llegan, le hacen cara, pero que se enroca en el suelo y espera su momento.

Me despedí. Cuando apenas había dado un par de pasos, le oí otra vez. Decía que buen hombre mi bisabuelo y buen hombre mi padre. Qué yo le recordaba a mi abuelo. Bueno, pero loco. Qué, como él, por más que me alejara, llevaría el polvo de Castilla en mis botas. Y no hay pactos. O te entregas y te acomodas, o te enloquece.

No me volví. Seguí bajando. A la busca de un último cangrejo que me contase como se conjuran las maldiciones milenarias de unas tierras molidas como harina. Aunque tampoco era imprescindible. Bastaba con esperar a que llegue el invierno. Y pintara de blanco el paisaje y cubriera con una colcha helada la locura.

Mi abuelo y yo. Las fotos grises de sus hijos y de su perro. Las fotos de colores de mis hijos y de mi perro. Me vino a la cabeza aquello de “paso al loco de la calle, paso al ansia de vivir”. Mi abuelo, mi padre y yo. La misma mirada triste. Tres tristes locos en un trigal de Palencia. Me sacudí, esta vez con saña, el polvo de mis botas. Para seguir pisando el polvo. Y los chopos parecieron moverse cuesta arriba para abrazarme antes de que el sol pudiese hacerme daño.

“Cayayo” es “Callado”. Mi bisabuelo y mi padre. Y mi abuelo y yo para llevar la contraria al que se inventa los motes desde que los hombres viven unos con otros. O, tal vez, mi abuelo y yo buscásemos el silencio que hay en las palabras. Otra forma de ser “cayayo”.


Polvo eres y en polvo te has de convertir. Pero antes aventaré los caminos con mis botas, pisando el polvo de los que fueron antes que yo. Paso al loco. Loco cayayo.

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