jueves, 16 de enero de 2014

El peso de la responsabilidad

Tony “tres dedos” sentía cómo la cuchilla rasuraba su cabeza para aposentar al electrodo que habría de hacer cumplir su sentencia.
En cierto momento, llegó a pensar que sus largos años de colaboración con el departamento de homicidios conllevarían algún tipo de dispensa, de trato de favor cuando menos, pero estaba muy equivocado. Todos parecían haber olvidado el valor de las informaciones que durante décadas les había venido pasando a los estúpidos inspectores, incapaces de ver más allá de sus narices, y que sin las pistas que él les aportaba, jamás habrían conseguido esclarecer ni el más simple de los casos, como el de la viuda Wilson.
Soplón le llamaban, pero él siempre se había referido a su ocupación con una terminología más sutil, definiéndose a sí mismo como un orientador versado en el área de la sociología criminal. Aún recordaba las palmadas en la espalda, las invitaciones a copas en el garito de Joe O´Flanigan, y los cientos de dosis pasadas bajo cuerda que habían terminado en sus bolsillos de un modo que no habría dejado en buen lugar a los agentes de la ley en caso de conocerse sus métodos.
Tony le guiño un ojo al capellán, como si fuese su particular modo de hacerle saber que volverían a verse en el infierno. Para alguien que lo sabía todo, las miradas furtivas que el hombre de fe intercambiaba con la enfermera Kelly al pasar por el dispensario no caían en saco roto.
Sin duda, fue la llegada del joven Kenny Parker la que marcó el inicio de su decadencia. Su gran error fue no haberlo catalogado como amenaza hasta que fue demasiado tarde. Si hubiese actuado la primera vez que se le adelantó al dar el dato clave para la resolución de un caso, quizás no tendría que soportar ahora la mirada del alcaide desde el otro lado del cristal, mientras unas correas de cuero le impedían cualquier movimiento.
La muerte de Kenny era precisa para mantener su estatus, y llegado el momento, sabía que no habría podido confiar en nadie para ponerla en práctica; se habrían ido de la lengua.
Lamentablemente, una mal entendida profesionalidad le obligó a irle con el cuento al capitán Walker. No podía dejar que otro recién llegado se le adelantase en dar el chivatazo.


Juan José Tapia Urbano

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