El
mundo es hoy un lugar más triste con la marcha de Francisco Ibáñez. Para quien
como yo llevamos leyendo sus historietas desde hace 50 años parecía que esto no
iba a suceder nunca, y sin embargo cada vez que le veía en alguna entrevista, o
compraba el último Mortadelo no podía evitar pensar en cuánto iba a durar el
milagro.
Ibáñez
fue un genio. Era un fabricante de carcajadas.
Sus
dibujos evolucionaron, y cualquier portada de sus historias se merecía muchos
minutos para ver todos los detalles. Pero sus guiones eran magistrales. Aprendí
mucho más vocabulario con las historietas de Mortadelo y Filemón que con todo
el Siglo de Oro español. Ibáñez jamás escribió una palabrota o una palabra soez,
y sin embargo era un maestro en los improperios cultos y con estilo. “Hotentote”,
“batracio”, “inmundicia”, “rayos, mil rayos”, “antropopiteco calvo… Expresiones
“mortadelescas”. Mortadelo y Filemón son los que le otorgan la inmortalidad,
pero Rompetechos, 13 Rue del Percebe, Pepe Gotera y Otilio o Sacarino también
la sustentan.
Ibáñez
era un personaje hijo de su época, de una generación que tuvo que vivir entre
el temor a la censura en una dictadura y la necesidad de trabajar a destajo
para sacar adelante a una familia. Porque su oficio no se consideraba en
principio un arte; él mismo se caricaturiza como un “humilde pintamonas”. Pero
su talento se abrió paso a fuerza de sacrificio y peleas contra los que le
explotaban, hasta que vino su propia Edad de Oro y llegó a ser el monstruo que
fue. Quizás fue “El sulfato atómico” el que marcó el inicio de esa época, el
cambio de enfoque que le dio una trascendencia seguramente inesperada para él
mismo. Y a partir de ahí una serie de obras maestras con las que tomó
carrerilla. Ibáñez hacía humor con todo, sin excepciones (ni él mismo, desde
luego), y sacudía a diestra y siniestra, a toda persona, grupo social o
institución. Con ironía, pero sin maldad. Por suerte para él esa fase dorada no
coincidió plenamente con la nueva inquisición que ahora nos azota, y que a buen
seguro hubiera fustigado o boicoteado muchas de sus historietas. No quiero ni
pensar, por ejemplo, que hubiera pasado si se tuviera que publicar actualmente genialidades
como “Contra el Gang del Chicharrón” o “Valor y al toro”, “Safari Callejero” o “La
caja de diez cerrojos”. ¿Cuánto adjetivos terminados en –ista le habrían caído?
Y el único que se merecería es el de “artista”. Además, era un tipo simpático y
amable, ni remotamente endiosado, consciente de lo que fue en los diferentes
períodos de su vida.
Para
mí es un orgullo haber transmitido a mi niño la felicidad que supone echarse en
la alfombra con una torre de mortadelos y pasarse una tarde riendo.
Que
Ibáñez ha muerto sin recibir un gran premio a su obra me resulta triste y
vergonzoso, aunque no me extraña por la instalación en nuestra sociedad de una
tendencia a valorar más a cualquier esnob con ínfulas que a un verdadero
generador de sentimientos, en este caso sentimientos de felicidad. Al menos
creo que se ha marchado con la seguridad del amor y el agradecimiento de sus
lectores. Al menos con el mío, porque yo nunca le olvidaré.