Dando tumbos. Llorando por lo perdido y
por lo ganado. Hundido, un viejo pecio podrido por el salitre,
expoliado de sus tesoros. Un palacio en ruinas en un Dresde
bombardeado hasta los cimientos. Un pino tumbado por el viento que
espera una última tormenta.
Hasta que llega el sol de una sonrisa,
de una palabra, de una caricia, de una mirada, de un guiño cómplice,
de un abrazo interminable, de un susurro, de una canción, de un
beso... Y de los restos brotan destellos cegadores, y la luz se
multiplica y lo inunda todo, y los cañones restallan en las amuras,
los salones se llenan de bailarines a ritmo de vals y las raíces se
hunden más y más fuerte y las retorcidas ramas retan orgullosas a
un Eolo desconcertado que no atina a hacer chocar las nubes.
Y vuelta a empezar. Otra vez regresando
a Las Vegas y al vodka, a la caída de los Imperios y las Pompeyas
arrasadas por la lava. Y otra vez un solo latido reconstruyéndolo
todo, y vuelta a empezar. Rayos y truenos, amaneceres de postal, la
lluvia racheada y el atardecer rojo.
Bienvenido a la vida, le dijo el
borracho. Pero el tipo levantó la barbilla y me repitió que allá
iba de nuevo. Buscando el sol. Hurtando tinieblas. Brindé por él. Y
me quedé con el borracho.