En
un bar de copas de barrio, en la periferia de Madrid, a las tantas de la noche,
todo es mentira. Como en todas partes, por otra parte. Las historias de los
clientes, las sonrisas de las camareras, los ensayados rictus torvos de los
solitarios, hasta las canciones de los ochenta que unos bafles mugrientos
escupen con carraspera. Todo son pálidas siluetas de los destellos de un tiempo
tan muerto como los sueños de la clientela.
Un
viejo medio desdentado es el tenor de la ópera de los perdidos y el coro de los
perdedores le arropa. Las máscaras de los actores están hechas de arrugas, la
amistad es impostura y el amor, desesperación. Cada uno mira de reojo el
temporizador que recorre la cuenta atrás para el juicio final, sabiendo que
puede cortar el cable rojo o el azul, o los dos, sin que la secuencia alocada
de números decrecientes se detenga nunca.
Hay
más viejos que jóvenes, pero los jóvenes son casi más viejos que los viejos.
Los desafíos, las complicidades y los deseos que aparentan viajar en las miradas
son un puro paripé. Es de esos lugares donde lo que da miedo no es la muerte,
sino la vida.
Hay
discursos de política, opiniones deportivas, biografías en primera
persona, diccionarios médicos de enfermedades propias y ajenas, aunque
todo suena igual, como si el parloteo fuese la base rítmica de la banda sonora
de la sinfonía de los abandonados. Hasta el último fanfarrón ebrio que quedaba
proclamando que reconquistaría a una mujer, que ganaría de nuevo un combate de
boxeo o que tenía un soplo sobre las apuestas que le haría rico guardaba
silencio, mirando un cubo de hielo que se deshacía en su vaso como la esperanza
en su corazón.
Las
luces se ven cansadas. Las cicatrices de los parroquianos parecen el reflejo de
los descosidos de la tapicería de los asientos, y unas y otros tienen un color
indefinido, pero siempre sucio.
Le
pido otra copa a una camarera que es la viva imagen de la derrota. Hasta que
veo mi cara en el espejo.