viernes, 14 de agosto de 2020

Derrota

 

En un bar de copas de barrio, en la periferia de Madrid, a las tantas de la noche, todo es mentira. Como en todas partes, por otra parte. Las historias de los clientes, las sonrisas de las camareras, los ensayados rictus torvos de los solitarios, hasta las canciones de los ochenta que unos bafles mugrientos escupen con carraspera. Todo son pálidas siluetas de los destellos de un tiempo tan muerto como los sueños de la clientela.

 

Un viejo medio desdentado es el tenor de la ópera de los perdidos y el coro de los perdedores le arropa. Las máscaras de los actores están hechas de arrugas, la amistad es impostura y el amor, desesperación. Cada uno mira de reojo el temporizador que recorre la cuenta atrás para el juicio final, sabiendo que puede cortar el cable rojo o el azul, o los dos, sin que la secuencia alocada de números decrecientes se detenga nunca. 

 

Hay más viejos que jóvenes, pero los jóvenes son casi más viejos que los viejos. Los desafíos, las complicidades y los deseos que aparentan viajar en las miradas son un puro paripé. Es de esos lugares donde lo que da miedo no es la muerte, sino la vida.

 

Hay discursos de política, opiniones deportivas, biografías en primera persona,  diccionarios médicos de enfermedades propias y ajenas, aunque todo suena igual, como si el parloteo fuese la base rítmica de la banda sonora de la sinfonía de los abandonados. Hasta el último fanfarrón ebrio que quedaba proclamando que reconquistaría a una mujer, que ganaría de nuevo un combate de boxeo o que tenía un soplo sobre las apuestas que le haría rico guardaba silencio, mirando un cubo de hielo que se deshacía en su vaso como la esperanza en su corazón.

 

Las luces se ven cansadas. Las cicatrices de los parroquianos parecen el reflejo de los descosidos de la tapicería de los asientos, y unas y otros tienen un color indefinido, pero siempre sucio.

 

Le pido otra copa a una camarera que es la viva imagen de la derrota. Hasta que veo mi cara en el espejo.

lunes, 10 de agosto de 2020

Calor, ruido y desesperanza

 El calor, el ruido y la desesperanza. Un buen cóctel. Ventanas abiertas en las noches, que no servían para mitigar el sofoco, pero que invitaban al escándalo a una fiesta hasta el alba. Los gritos de las manadas de adolescentes, la insoportable música ratonera de los altavoces de un coche, las discusiones familiares con improperios a gritos, un ciclomotor sin silencioso en tubo de escape, esa vecina que golpea el suelo rítmicamente con un objeto indeterminado, un perro que ladra sin motivo...y treinta grados en el salón de su casa, donde era imposible seguir el diálogo de una película. Una botella de whisky casi vacía en una existencia casi vacía.


Así noche tras noche. Y en la pantalla del televisor la presentadora del noticiario augurando otra ola de calor. Otra más.


En la duermevela bañada en sudor se le aparecían ensueños de unos pasados entre frescos pinares, cazando al rececho corzos o jabalíes, con su perro, y con el canto de los pájaros y el del viento convertido en arco haciendo vibrar las hojas de los árboles como diminutos violines.


Sueños rotos. Los que se sueñan despierto, por la vida. Los que se sueñan dormidos, por el paso del camión de la basura o la sensación de ahogo. 


Se quedó traspuesto al amanecer. Le despertaron unos obreros descargando materiales de obra. El despertador marcaba las ocho menos cinco.


Los tres obreros fueron los primeros en caer. Junto a los palés de azulejos. Luego en conductor del autobús que tenía su recorrido por aquella calle estrecha. La dependienta de la tiendecita de alimentación que hablaba a gritos con las vecinas fue la siguiente. Dos jardineros que arrancaron una sopladora, un conductor con la música alta y las ventanillas bajadas y tres jóvenes borrachos que volvían de un after. A los policías les disparó por el estruendo de la sirena del coche patrulla. Y sólo fue abatido cuando ya no le quedaban cartuchos. 


Casi inconsciente, maldecía a los sanitarios que trataban de parar su hemorragia en una ambulancia que atronaba. Llegando al hospital perdió el conocimiento.


Le despertó el persistente pitido agudo de la máquina que controlaba sus constantes vitales. Le volvía loco. Pero estaba esposado a las barras de la cama. 


Empezó a gritar. El policía que custodiaba su habitación abrió la puerta y le dijo que dejase de molestar y se callase. Que no soportaba el ruido. 


Todavía no se explican como consiguió con las manos trabadas por los grilletes, arrancar el trozo de cable del escáner con el que se estranguló.


Murió en silencio.


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