Trato de armar tu
cara, te divido en manos, nariz, boca, y
en lugar de construirte te deshojo, como esas margaritas de cuando éramos niños
¿te acuerdas?, como los puzzles de madera que la madrina traía para las navidades,
y nunca terminábamos de armar en noche buena porque nos mandaban a la cama temprano y tú te burlabas
siempre de mi. Entonces el odio asomaba a mi cara, un sarpullido por todo el
cuerpo, unas ganas de ahorcarte, de verte morir como en las películas de
vaqueros, tendido al sol, lleno el cuerpo de disparos, y la rabia me borraba tu
edad, tu altura, dejando que la imaginación hiciera el resto.
Algún día seré grande pensaba entonces y me
vengaré de tus aires de suficiencia, de tu ropa bien planchada, de tu perfume
nauseabundo, porque ya a tus catorce años - yo era apenas una mocosa de ocho-
eras el primo mas repulsivo de todos, con tus mejillas gordinflonas, tus viscosas carcajadas, tus excesos de violencia
y esos dedos pellizcándome los muslos, cuando a oscuras en el ropero mi
inocencia arriesgaba moretones antes que me pillaran en las escondidas. Tú me
conocías tan bien: pellizcabas fuerte, sabías que mi boca aguantaría el dolor,
y en los años siguientes tantas pequeñas
cosas. ¡Qué ilusa! por entonces no entendía que esas maldades tuyas eran las
piezas sueltas del mismo rompecabezas.
Aprendiz de monstruo, no pude verte entonces y
tampoco ahora; ni con todo el dolor, la cabeza zumbándome, las manos crispadas y el pelo revuelto. La
casa vacía se llena de una oleada de
vergüenza, y por más argumentos que le
doy a mi razón, no deja de gritarme que soy la misma niñita idiota de los ocho
años, aguantando tus juegos de primos, como mamá los llamó la única vez que
intenté acusarte. Idiota de mi, nadie en
casa y dejarte entrar por esa puerta y ofrecerte un café, más encima. Idiota de
mí, por no ver el monstruo de hombre que siempre llevaste dentro. Idiota mil
veces por no gritar fuerte y armar un escándalo, mientras mis ojos veían lo inevitable dibujado en las paredes: tu
cuerpo entrando en el mío.
Trato de armar tu cara, de reconstruir tu
llegada, tu saludo, mis gestos, pero los recuerdos de infancia, la rabia, la
pena, se mezclan bajo la ducha mientras
me llega un cansancio de plomo en la piel, y ya no sé si fueron tus veintiún
años o mis quince, si fue mi falda corta de colegio, tu maldad infinita, tu
sonrisa sarcástica o mis ojos delineados.
Maritza Ramírez Suárez