Locuras del amor, ese querer conocer
hasta el último detalle de la persona a quién
amamos, el de su intimidad más profunda, el que más celosamente guarda entre las
cuatro paredes de la psiquis-habitación, como la cara oculta de la luna.
Quise saberla toda, sus sueños, sus
fantasías, hasta sus perversiones, si es que en ella cabían. Llamé a la puerta
de su cuarto, me contestó el silencio, frío y hostil.
Enloquecí, imaginé que estaba allí, que se
negaba. No pude soportarlo, una mezcla de celos y desesperación me desquiciaron.
Decidido a todo, con estas, mis propias manos laceradas, desmonté uno a uno los
ladrillos de sus muros.
Logré, finalmente, superarlos, penetré en su intimidad, todo era
obscuro en sus adentros.
La busqué en las penumbras. Tembloroso, encendí una cerilla. Entre un juego
de luces mortecinas y de sombras, me encontré con un cuerpo, vi su piel ajada, su mirada perdida y un
extraño rictus de amargura entre los
labios, en su cuello pendían un crucifijo y la llave dorada de su puerta. El cordel,
salvajemente ajustado, hasta su asfixia.
Un olor a cadáver putrefacto invadió mis
papilas olfativas, no obstante, traté de rescatarla, de volver a un plenilunio
imaginado, de aceptar que sus secretos eran sólo eso, un cadáver en
descomposición, tal vez cómo el mío, aunque nunca había reparado en este tema.
Se agotó la cerilla, de pronto, algo
rompió el embrujo. Desde la obscuridad más
absoluta, emergió la otra-ella, elegante, primorosa, atractiva, seductora.
“Hola mi amor”, me dijo, con tu vos alegre
y cantarina, se colgó de mi cuello en un
abrazo y en el beso caliente que la distingue
y que me embriaga.
“Vayamos a cenar”, propuso, con esa
forma tan lisonjera y tan tuya de manifestar un ruego imposible de no
complacer.
“Por supuesto”, le dije, aún atónito. En el cielo, la luna
reinaba con toda su intensidad.
Fuimos al restaurant de nuestros mejores
momentos.
Volvimos de madrugada hasta su casa, el
champagne burbujeaba, aún, en nuestras cabezas.
“Gracias por esta hermosa noche”, me halagó.
“Gracias a vos, mi amor”, le respondí.
Entramos, se quitó su zapato izquierdo de tacones, en
puntas de pié, me abrazó, me besó, me
envolvió con su magia.
Sentí la voluptuosidad de sus pechos
contra el mío. Desabrochó mi corbata.
Nos fuimos desnudando, salvajemente, , traté
de dejar mis dudas sobre la mesa de luz.
Le ofrecí lo mejor de mi plenilunio,
ella intentó otro tanto.
Después, creo que en algún pedazo de nosotros, nos amamos sin
reservas.
Todo esto, naturalmente, sin entrar, en mayores detalles.
Don
Ríos