viernes, 5 de septiembre de 2014

La partida infinita

El crupier repartió las cartas, y el jugador del traje oscuro, la camisa abierta y arrugada, el pelo despeinado y la barba sin afeitar sintió cómo un furor cocainómano le ardía las entrañas. No recordaba otra cosa que haber jugado toda su vida (toda su vida abriéndose paso entre rivales a puñetazos y mordiscos sin tregua), preparándose para ese momento; y sabía muy bien lo que se jugaba. Ahora que había llegado al campo de sangre de la última mesa, y definitivamente, al mano a mano final, estaba a un último paso de ser coronado campeón... o de hundirse avergonzado entre la nada. Era el sentido de toda su vida, lo que se jugaba.
Las fichas comenzaron a volar de mano en mano, totalmente desinteresadas a pesar de que, alzando torres que constituían castillos donde refugiarse del agotamiento, eran su única arma; la única para acabar lo que algún día había comenzado. Cuando el juego empezó a ser más agresivo, su volar se hizo pesado, y los castillos se hincharon y deshincharon durante horas como pulmones en asfixia. El jugador empezó a sentir más fuerte que nunca su hambruna histórica, su sed desértica, su sueño de insomnio que se había convertido en compañero inseparable. ¡Pero faltaba tan poco! ¡Ya casi ganaba!, ¡ya casi! Y de nuevo cada vez, un golpe de mala suerte acababa arrojándolo a la gravilla del tajo del abismo. A él o a su rival. Y en esto los marcadores, enemistados a muerte, se devoraban siempre para ser devorados, y se separaban e igualaban siempre.
Con el tiempo, el peso de la arcilla de las fichas al arrojarlas acabó por entumecer los músculos del jugador; los bordes de plástico de las cartas, al gastarse, cortaron pequeñas heridas en sus manos. El hambre se comió su carne, la sed chupó su piel. Finalmente, bajo el peso del sueño atroz, el jugador llegó a olvidarse de qué era lo que tenía en juego, de por qué estaba jugando; sus movimientos dejaron entonces de ser fruto del cálculo para pasar inevitablemente a puro fruto de la intuición, y de ahí primero al azar y por último al movimiento mecánico. Hasta que los cuerpos humanos de los dos últimos jugadores (el jugador del traje oscuro, la camisa abierta y arrugada, el pelo despeinado y la barba sin afeitar y el jugador del traje oscuro, la camisa abierta y arrugada, el pelo despeinado y la barba sin afeitar), chupados hasta los huesos, no pudieron seguir aguantando, y desfallecieron y murieron, y sus cabezas cayeron sobre el tapete, y sus castillos de fichas.
El crupier recogió entonces las cartas y ordenó las fichas.


Raül Martínez

¿Usted no ha conocido nunca a un escritor de verdad?

¿Usted no ha conocido nunca a un escritor de verdad, un escritor de esos que firman autógrafos y cobran sus lecturas? Se ha perdido grandes cosas realmente. Uno de esos tipos que saben con exactitud para qué sirven las palabras. Vienen y dicen, esto es realmente hermoso y uno se queda maravillado de la hermosura, como si recién fuera creada. O esto es malo y habrá que hacer algo con ello. Claro, esos tipos casi nunca tienen dinero porque uno supone que esas cosas no han de ser muy importantes. Bien, digamos que uno las necesita porque no entiende un tantico así de literatura, pero si supiera de eso tal vez termine convenciéndose de que el dinero es una cosa banal, o superflua, como me dijo cierto escritor. Y es que ellos saben mucho de eso y de otras cosas que nosotros aún no creemos importantes, aunque a veces se depriman un poco.


Isbel González González

martes, 2 de septiembre de 2014

Déjate de historias

Son las tres de la mañana y pienso en dejarme de historias. Un olor pestilente sale de las alcantarillas. Dicen que es aviso de lluvias, pero no cae ni una gota. Me miro en un espejo quebrado que hay encima del contenedor de basura y veo mi rostro desfigurado. ¡Ese no soy yo!, exclamó llevándome las manos a la cabeza. Mañana es primavera y yo con estas pintas. Sigo caminando, con paso aminorado pensando en las judiadas que me han hecho a lo largo de estas dos semanas, el panadero del barrio, en el súper, hasta mi vieja vecina con sus tacones martilleando el suelo, y para postre en el trabajo. Nunca fui una persona de tres platos, y he tenido que comerme varios menús de comida basura.
     A la vieja solo fui a pedirle un poco de sal el día que fui a hacer lasaña y me ofreció su desazón. Me dijo que dejara de traer chicas a casa, que su hija me estaba esperando con los brazos abiertos. El panadero dejó de venderme el pan, todo porque le hacía ojitos a la hija de la vecina  que una cualquiera, la suya me había escrito cartas de amor, sobre unas cien, y se había gastado cien euros en sellos. ¿Cómo iba a pagarle su preocupación?, fue su coletazo. Y en el súper cuando se enteraron de todo, Juan el cajero dejó de hablarme hasta que me dijo que era un descarado. Había gastado una fortuna en velas para una de sus vírgenes pidiéndole que fuera su pareja, me quedé absorto. Me dijo que si lo llega a saber se hubiese gastado el dinero en dardos, porque hubiese sido una diana perfecta. Y para postre, ¡Ostras!, hasta el perro del quinto ladra más. El vecino del rellano cuando barre deposita los desechos en mi puerta, y el del primero ha montado una barbacoa en su terraza para ahumarme la ropa cuando la tiendo. Todo por los tres millones de euros que me tocaron en la lotería. Desde ese día las novias me salieron a porrillos, hasta el perro del sexto comenzó a hacerme fiestas al verme en el rellano. Esa desvergüenza vecinal acabó por dejarme tirado en el arcén sintiéndome un desgraciado. Han sido quince días satíricos, vueltos del revés al ver mi impasividad. Siempre fui el mismo, ¿por qué debo cambiar?. El dinero no debe cambiarme. Aunque pensándolo mejor, lo que haré será alzarme en venganza por todo lo que me han hecho pasar. Me camuflaré como la muerte, que viene sin avisar. Convertiré sus peores pesadillas en historias truculentas, pasaré a la acción, recompondré mi rostro y en cuanto salga el sol compraré los terrenos vacíos frente al súper, esos por lo que tanto se han manifestado en contra de una superficie lúdica y de negocios. Me voy a dejar de historias y les voy a hundir las suyas. Lo juro.

Edap

lunes, 1 de septiembre de 2014

El último trago

A Hemingway

Se sienta, frente a él, sin decir una palabra. El hombre lo mira, apático: la curiosidad no le da para más. El recién llegado se sirve de la botella. Abisma el último trago en su garganta. Arruga el rostro y golpea el vaso vacío contra la madera.
—Hola Andreson. Vengo a matarte.
Ole Andreson no se inmuta. Mira con ojos tristes a su acompañante. Decide que nunca antes lo había visto. Se encoge de hombros. Luego, con gestos cansados, tantea los bolsillos del chaleco, como si buscara algo. El otro se pone en alerta. Andreson se percata y sonríe para sus adentros.
—No se preocupe, es solo un comprimido— dice. En su mano aparece un frasco; en su interior se dejan ver unas cápsulas.
—¿Estás enfermo?— pregunta el otro, que parece haber recuperado la frialdad de sus gestos.
—No, es solo este dolor de cabeza…—responde con sequedad, casi al descuido, mientras alcanza la botella vacía.
— Creo que la acabé— sonríe malicioso el asesino— mejor pedimos otra. —El hombre se voltea; y dice a un camarero que traiga otra botella.
—Está bien, pero esta la pago yo— dice Ole Andreson.
El otro lo mira extrañado. Luego muestra todos los dientes y da un golpe sobre la mesa. El camarero llega con la botella. El asesino se la arrebata de las manos y sirve dos tragos generosos. Le alcanza uno. Andreson se lleva una cápsula a la boca.
—¡Por la vida!—dice el asesino y se empina del vaso.
—Por la vida— susurra Andreson y muerde la cápsula. El trago impulsa el cianuro hacia sus entrañas.


Noel Pérez García

Sin rumbo

Llevo dos horas aburrido. Miento, o no digo la verdad, o tal vez sí. Llevo dos horas, y otros sesenta minutos más. Navego en círculos, atrapado en la red. Red social, correo electrónico, en el que leo las notificaciones que me llegan a mi red social. Vuelvo a ver lo que ya he visto hace un rato, y así sigo dando vueltas, por la misma órbita o parecida. Será que nunca me ha gustado demasiado eso de navegar, o que no nado bien…
El caso es que, por curiosidad, por matar el tiempo y la crisis, he encontrado un concurso de relatos, en el que el premio, maldita mi suerte, es un aparato para navegar. Tal vez con un aparato mejor, le coja el gusto a la cuestión.
Así que me decido. Me pongo a escribir, pues acabo de tener una idea. Tengo que ser breve, pues lo exigen las bases. No importa. Cuando uno se sabe expresar con corrección, con tres palabras puede transmitir más información que Mario Moreno (Cantinflas para los aficionados) en diez minutos de discurso. Con políticos como Cantinflas el mundo iría mejor. O no iría peor. No haría nada, así que no la cagaría, y por lo menos sería entretenido oírle hablar.
Pero el caso es el relato, al que vuelvo, el que retomo. Empezaba a temer que no me llegase el espacio, es el famoso síndrome de la casa pequeña, pero como las leyes de Murphy nunca fallan, salvo cuando fallan, me acaban de llamar (y son casi las tres de la madrugada, un jueves, aunque no es día de fiesta, y aunque es una mujer no es la clase de llamada que te estás imaginando, guarrillo, con las mujeres no me meto).
Así que así acaba este relato, sin empezar, sin sentido, como mi navegación. Es lo bueno que tienen los círculos. Y lo malo también.
La próxima vez intentaré hacerlo un poco mejor…si es que hay próxima vez.
Algún día seremos conscientes de lo que tuvimos, cuando nos falte.
Ten fe (en ti mismo).


mr(a) nene
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La siguiente la pago yo por Rick, Diógenes de Sinope y Albert se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.