Me
apasionan las personas complejas. Me apasionan y me agotan, también
es verdad. Son los que han comido del fruto del árbol de la
sabiduría, asesorados por una serpiente imagino que adscrita a algún
colegio profesional. Robada la fruta, decía el Génesis que
descubrían la vergüenza, cosa previsible, que el conocimiento de lo
que somos y, sobre todo, de lo somos capaces de ser, ruboriza al más
desalmado.
Como
castigo, otro postre, esta vez del árbol de la vida, que te
condena a la conciencia de la muerte. Me
parece poca pena para tanto delito, que lleva implícito el beneficio
penitenciario de la redención del miedo, porque puestos a morir,
mejor vivamos.
Pero decía
Zaratustra que “quien con monstruos lucha cuide de convertirse a su
vez en monstruo, que cuando miras largo tiempo a un abismo, el abismo
también mira dentro de ti”. Y eso sí que duele.Y así ves
retorcerse a los más brillantes en brazos de un relativismo
criminal, perdida toda inocencia, asustados ante las dimensiones de
sus propias dudas y acosados por la insoportable levedad del ser, que
diría Kundera.
Para
evitarlo, aconsejo tirar del botiquín del alma. Con efecto
analgésico y antinflamatorio, tienes el frasco de la belleza, las
grageas de la frivolidad, el jarabe del absurdo, las cápsulas de la
risa y las pastillas del amor. Combina los principios activos,
adminístrate las dosis que necesites y no dudes en consultar a tu
farmacéutico. Curar, no curan. Pero como paliativo son inmejorables.
Buenas
noches, personas complejas, desde el noveno de los círculos. Se
equivocaba Dante, porque el infierno es más como un serpentín, o
como el rombo eterno cuya cinta gira siempre para devolverte a la
misma cara. Transitado el ciclo completo de curvas, vuelves a la
casilla de salida, el cielo, eso sí, sin cobrar las veinte mil
pesetas que prometía el Monopoly.