En el
lecho donde consumía sus últimos momentos, el moribundo hizo una extraña
petición a su nieta predilecta, quien pernoctaba junto a él recostada en una
butaca.
-¿Puedes
traerme una botella de cerveza, Alba?
La
muchacha miró perpleja al anciano.
-¡Abuelo!
¿Cómo vas a tomar una cerveza en tu estado? No puedes tragar.
-No
pienso tragarlo. Me basta con olerlo –dijo el viejo, con un hilo de voz.
-¿Para
qué quieres oler una cerveza a estas horas? Es la una de la noche.
-Para
disipar la niebla de mi memoria –susurró el hombre, quien, haciendo acopio de
las últimas energías que le quedaban, añadió-: Coincidí con la que sería tu abuela
en la boda de un amigo. Tuve la suerte de sentarme junto a ella. Un golpe de
fortuna que nunca he dejado de agradecer a la vida. La veía a menudo por el
barrio, pero nunca había atraído su atención. Según me enteré luego, ella,
abstemia, aquel bendito día decidió hacer una excepción. Una cerveza y, a los postres,
un sorbito de cava. Mi memoria, aquí y ahora, no da para más. Sólo sé que aquel
día fue el día. Tengo entendido que, acuciada por el olfato, la memoria acude
al galope. No pierdo nada con intentarlo. Me gustaría morirme acunado por aquel
recuerdo.
-Probemos,
abuelo.
La
muchacha regresó, al cabo de un par de minutos, con una botella de cerveza entre
las manos, la cual, de inmediato, acercó a las fosas nasales de su abuelo.
Después, introdujo la punta del índice en el líquido y pasó y repasó la yema
del dedo por los labios resecos del moribundo. El aroma penetró como una cuña
en la bruma espesa que envolvía las neuronas del anciano hasta abrir una senda
que desembocaba en el santuario de su memoria, allí donde había sido erigido el
monumento en honor del recuerdo de los recuerdos. El corazón del viejo,
súbitamente revitalizado, galopó por la senda. Una muchacha de pelo castaño y
chispeantes ojos verdes, accede, entre sonrisas, a tomar un sorbo de cerveza, y
otro y otro. Tres sorbos que obran el milagro. En cuanto deja el vaso en la
mesa, gira la cabeza hacia el joven que se sienta a su lado y, tras un leve
parpadeo, le estampa un beso en los labios. Un beso fugaz que, sin embargo, pervivirá
en la memoria del hombre hasta el final de los tiempos, a sólo una cerveza del
recuerdo. Fue el primer beso. El mejor de todos, porque de él nacieron los
demás, infinitos.
El
abuelo, con el rostro iluminado por el halo de luz que provenía de sus
adentros, emitió un estertor. Alba, en un impulso, se arrojó en sus brazos y,
mientras besaba el beso que refulgía en los ojos del moribundo, el último
suspiro de éste se coló en sus adentros convertido en el recuerdo de los
recuerdos.
Provi Miras Flores