REEDICIÓN. Publicado originalmente el 05/04/2011
El otro día estaba caminando por la calle tan tranquilo, pegado a la reja de un parque, cuando de repente oí un rugido feroz que se acercaba a mí a toda velocidad; me di un susto de muerte cuando vi abalanzarse al animal y, idiota de mí, me puse en postura de hacerle frente o pararle con los brazos. Menos mal que no pasó de ahí; la correa le detuvo, iba tan lanzado que casi se ahorca él solo, pero si no llega a estar atado se hubiera quedado con la poca carne de mi brazo. Me debí quedar más pálido que lado derecho del barón Ashler mientras le miraba. El bicho seguía ladrando desaforadamente; era feo como un demonio, el perro, y pensé que debía pertenecer a una de esas razas que están dentro de las especies peligrosas, de esas que las hacen a propósito para despedazar a la gente o a otros animales.
Seguí andando mientras me recuperaba del susto, para reunirme con mi compadre Diogenes a través de los senderos espacio-temporales y degustar unos reconstituyentes, e iba dando vueltas a la cantidad de especies peligrosas que nos rodean sin que a veces seamos conscientes de ello. No me refiero ya a los ministros, consejeros, concejales, eurodiputados, jueces, médicos, abogados, seguratas, tertulianos, opinadores, árbitros, periodistas, inspectores de la SGAE, y no sigo porque no acabo. No.
Me refiero a otras cosas. Por ejemplo, antes de llegar a mi destino, oí a mi lado un ruido como si se hubiera chafado un tomate. Miré a mi derecha y vi un coche con el parabrisas completamente cubierto por una deyección recién caída de las alturas. Lo primero que pensé era que se trataba de un pterodáctilo; en la rama del árbol que había sobre el coche reposaba toda pancha una paloma. Debía ser una paloma mutante, o recién llegada de Japón, porque por el tamaño podía haber sido un buitre. El producto de su digestión tenía pinta de que podía empezar a disolver el cristal del coche, y me pregunté qué dieta llevaría para eliminar semejantes residuos. Si no fuera porque sé que son granívoras hubiera barruntado que se había comido una ración de berberechos corrompidos (otra especie peligrosa). Y decidí que aunque no llueva no es mala idea llevar un paraguas (de titanio contrachapado) cuando se pasea bajo los árboles.
Por fin llegué al bar, y a pesar del desaguisado intestinal de la paloma, se me había abierto el apetito, así que pregunté con qué podía acompañar la jarra de cerveza que nos habíamos pedido. Opté por unas brochetas de presunto pollo que en la foto no lucían mal. Sin embargo cuando las pusieron ante mí, y luego las probé, no hubiera puesto la mano en el fuego porque aquello en vez de pollo no fuesen unas brochetas de mofeta, comadreja, topillo o cualquier otro mustélido que prefiero ni imaginar. Cuando acabé con ellas, y ante la risa de mi socio, que me inspiró, pensé en pedirle al camarero alguna otra especialidad de la casa, como una ración de coatí chuchucho a la vinagreta, unas delicias de chacal rustido, una cazuelita de ragut de hiena del Kalahari, o una tapa de chopito ponzoñoso de Manchuria.
Lo que digo, estamos rodeados. Y otro día hablaré de las mascotas que gasta el personal.
Rick.