En la parte de atrás, más allá
del patio, estaban las orquídeas de Doña Olga y el jardín sacramental al que mi
madre, conocedora de lo que éramos capaces y empeñada en criar príncipes y no
niños, nos había vedado la entrada con una simple orden inquebrantable:“las orquídeas de Doña Olga, no tocarlas ni
por error”.
Un día lo hice. Fue en un
domingo estupendo de mis recién cumplidos 10 años. En el cine de Olegario, el
padre, daban una película que tenía como protagonista un famoso perro, cuyo
título perdí en el desorden de los años. Era nuestro ritual de familia: cada
domingo, después del privilegiado encanto de visitar la casa imponente, almorzar
en el aristocrático comedor y evitar las rudezas de Olegario, el hijo;
Olegario, el padre, nos lavaba la cara con una toalla áspera y muy fría, nos
metía en su auto y nos escondía en la cabina de proyección de su cine, siempre
a punto de estar abarrotado de gente. Ese domingo, finalizado el postre, me
levanté de la silla, dije un educado “permiso”
y, antes de que Doña Olga, desde la
cabecera de mesa respondiera “servido”
yo estaba corriendo hacia el orquidiario. Había visto, a mi llegada, un par de
hermosas Catleyas moradas. Las buscaba. Entré al jardín de Doña Olga, caminé
entre cientos de orquídeas florecidas o a punto de, y me encanté con la cantidad inverosímil de
Catleyas reunidas en un solo sitio. Decidido, caminé hasta las que estaban a mi
alcance. Las miré, embobado, y sin pensar en nada, arranqué dos de ellas del tallo
al que estaban pegadas. Las arreglé en un ramo que se me antojó precioso y
caminé circunspecto y orgulloso hasta el salón, (palaciego, por supuesto) en
que mi madre y Doña Olga hacían visita con algunas otras “principales” del
pueblo.
Aún puedo ver la cara de horror
de mi madre, transfigurada por la sonrisa asesina de Doña Olga. Aun puedo
sentir el efecto aniquilador de sus palabras y la silla bajo la escalera:
- Pedro, hoy usted no va al cine,
ni se levanta de esa silla hasta la hora de irnos.
Ayer, pasé caminando por la
calle 25. La casa todavía está allí. Desvencijada, envejecida, robados todos
los que fueron encantos de palacio; fui hasta el jardín cubierto de malezas.
Las orquídeas de doña Olga se me dibujaron en los escombros del pasado.
Entonces me enteré, por vivir
escuchando conversaciones ajenas, que mañana comenzarán a demolerla. Se la ha
tragado la ambición de Olegario, el hijo.
Como a las orquídeas de Doña Olga, el cine de Olegario, el padre, y el futuro, que esperábamos brillante.
Como a todo.
Juan Carlos Liendo Mogollón