Cuando me llamó mi jefe de la Consejería
de Economía y Consumo de la Comunidad de Madrid, no pensé que el encargo de
testar el gel me lo fuera a encargar a mí.
Aduje mis 60 años, mis achaques y que
además eran tres tipos diferentes de geles.
Según entré en casa, me dirigí a la mesa
camilla, vacié la bolsa y me senté en el orejero a la espera, vino desde la
cocina, cogió una caja, me miró y se sentó enfrente. Daba vueltas a la caja en
el sentido de las agujas del reloj y a la inversa y otra vez y otra.
Cuando le dije que me iban a pagar horas
extras cambió un poco la expresión.
Me dijo que este fin de semana no teníamos
a la nietecilla y que el hijo que vive en casa, iba a esquiar. Ya teníamos
fecha, noté un pálpito y menos mal que tenía puesta la falda de la camilla por
encima, pues algo se notaba.
Decidimos hacerlo primero con la caja de
melón y mango, el día, el viernes cuando se fuera nuestro hijo y guardamos todo
debajo de la cama.
Esa semana fue larga. Llegó el día, cerramos
la puerta y pusimos una silla en el pomo.
Abrimos la caja y dentro había un sobre
como con una solución espesa y una especie de sábana impermeable grande de 160
cm x 228 cm que como luego leímos teníamos que colocar encima de la cama.
Pusimos a calentar agua en la olla y cuando
la consistencia parecía la adecuada y entre los dos la llevábamos hacia el
dormitorio, tropecé con la alfombra y cayó a lo largo del pasillo, nos costó
cinco toallas y seis paquetes de papel de cocina absorber todo el gel.
Metidos en harina y con la curiosidad en
un punto álgido y no me refiero a lo mío, abrimos la de fresa y con cuidado
hicimos todo otra vez y lo llevamos al dormitorio.
Pusimos la sábana por encima y nos
desnudamos, nos echamos y la sensación era que se nos iban a quedar las letras
del ahorramás en el culo pegadas.
Cogí la
olla y la volqué sobre los dos, el gel estaba un poco caliente y nos empezamos
a restregar y a embadurnar con ganas. Parecíamos estar en un tobogán e íbamos
de un borde de la cama al otro, consiguiendo a duras penas mantenernos encima.
Veía la cara de terror de mi mujer, yo
conseguí meter la uña del dedo gordo en la sábana y frené mi caída, pero ella
se agarró a donde no debía y me la dobló, pero no logró parar y se empotró con la
tele de plasma que cayó con estrépito, su dentadura partida rebotó y fue al
orinal.
Por el roto de la sábana se escapaba el
gel y desaparecía por el pasillo. Mi mujer se subió a la cama, me abrazó y nos
echamos a llorar y en ese momento oímos un ruido fuerte de la puerta, pasos
apresurados por el pasillo y un “papá, mamá, no hay nieve”.
Epífisis