Su belleza angulosa hacía aún más creíble la ficción. Una
sinfonía de ingenios y risas. Tan ensayada y tantas veces interpretada que
tenía profundidad propia, y se llenaba de matices, hasta el punto de hacer
coincidir milimétricamente las palabras que salían de su boca con las palabras
que componían sus miradas, sus posturas y sus gestos.
Solo una paciencia de Job podía desmontar la trama. Y él
tenía la ventaja de saber que el tiempo corría muy rápido en su contra. Así
que, remozando el adagio, la desvistió despacio, que tenía prisa.
Detrás de la máscara había un rostro torturado, y recorrió
sus cicatrices como se recorren las veredas de un bosque, enlazando unas con
otras hasta regresar casi siempre al mismo punto. Había sendas de dolor por lo
perdido, como tajos de cuchillo. Había anchas pistas del dolor de la
incertidumbre por lo querido, profundas, casi simas. Había barrancos de hastío
y trochas empinadas, angostas y retorcidas, casi infranqueables por la maleza
de rutinas y cansancios. Y una larga calzada de inteligencia que desembocaba en
una garganta abismal de dudas, entre cimas de tradición y conocimiento.
El único atajo practicable discurría por sus labios. Así que
la besó.