“Llevaba el amanecer en los labios y el ocaso en los ojos, y
una cartera llena de los errores de los demás, y de alguno propio, colgada como
un bolso de Dior, que hasta lo peor hay que saber llevarlo con estilo. Me llevó
de paseo por mi lado salvaje, me asomó al abismo y me obligó a juzgar, sabiendo
que nada es más injusto que ser juez y parte. Se probó todas mis camisas de
once varas, se puso mi canotier y la leontina de mi único reloj de leontina por
pulsera, y se echó al monte. La perdí tantas veces que la dí por perdida, y
hasta por hallada en el templo. Le hizo un retrato al carboncillo a mi corazón,
y me dibujó una grisalla de mis días más grises, que salían azules y rojos, y,
como quien no quiere la cosa, me cambió un febrero por dos mayos y encima se
quedó la propina.
Me cantó las cuarenta y se llevó diez de monte, bailamos con
lobos, nuestras sombras se rieron hasta de nosotros, le dí pan y me llamó
tonto, tuvimos más vergüenza que miedo y no encontramos un Coronel a quien
escribir, ni un Hotel California, ni un Shangri-la veinticuatro horas, ni un
todo a veinte duros de pelar…No es lo mismo llamar al Diablo que verlo venir, parecía
decirme, y cada uno es dueño de su propio amor propio y firma sus pagarés y sus
deberés…De repente, sonaron las campanas de San Ginés, el fantasma de Quevedo
nos preguntó la hora y caímos en la cuenta y en las cuentas pendientes.
Tiramos del hilo, buscamos pies con tres gatos y auroras con
rosario, se dejó conectado el interruptor de encender estrellas y yo perdí el
paraguas que me regaló Mary Poppins y los guantes de retar Mosqueteros”.