Ante alguna observación familiar al respecto, he decidido buscar alguna actividad relajante que restablezca mi paz interior. Descartado el sexo por pura incapacidad, el deporte por pura pereza, la lectura por pura falta de concentración, las artes plásticas por pura torpeza y el yoga por sentido del ridículo, puro y duro, la única tarea que me resulta asequible, amén de alargar los aperitivos hasta las cuatro de la mañana, es echar pan a los pájaros. Porque la obra pública y privada están muy paradas, también es verdad.
Llevo días bajando, en los ratos libres, a un banco de los del paseo fluvial del Manzanares, con mi paquete de tabaco, una bolsa de tela con los excedentes de pan de la jornada anterior y música de Mozart en las orejas. Me siento, me enciendo un cigarro y empiezo a modelar bolitas de pan que serían la envidia del bueno de Hansel, con la ventaja de no tener al lado a Gretel fiscalizando la tarea.
Arrojo las pelotillas a una distancia prudencial y, pronto, que son muy cucos, aparecen algunos gorriones. Se acercan con sensata desconfianza, me miran dudando si soy un cabrón malnacido con la pretensión de freírmelos o sólo un parguela con debilidad mental. Cuando deciden que tengo mucha más pinta de imbécil que de depredador, se atreven a tomar alguna miga con el pico y se van volando a toda velocidad, como un perroflauta al escuchar "jornada de trabajo".
Al cabo de un rato vuelven y se van tomando más confianzas. Cada uno tiene su estilo. Las hembras son más descaradas, y, por la forma de girar la cabeza para mirarme, les puede la curiosidad y supongo que se preguntan porqué un anormal del género homo sapiens, con mi edad y condición, se dedica a tareas tan propias de la vejez. Pero está claro que llegan a la conclusión de que el hecho de que yo sea gilipollas no se tramita en su negociado y acaban por meterse entre mis pies a rebañar los trocitos que se me caen de las manos en la tarea de migar el chusco.
Los machos son como los de todas las especies. Venga a sacar pecho lata, venga a píar desafinados y venga a amagar "que te pego..¡leche!" a los otros machos. Pero son más cobardicas y se arriman lo justo.
Cuando ya se mueven varios a mi alrededor, con precisión suiza, aparecen las palomas. Pero a las palomas las echo con cajas destempladas. Los que tienen un palomar con maíz en comedero no deben comportarse con las menudencias de las que viven los demás como un agente de bolsa de Wall Street o un político populista con chalet con piscina. No en la medida en que yo pueda evitarlo.
Aguanto como una media hora en tan arriesgada tarea, que algún día he vuelto a casa con las cicatrices de un cagarro volador por entorchado. Hasta que me entra sed y me voy al bar. Me siento en la terraza, me pongo la mascarilla por montera y me aprieto unos botellines mientras contemplo a los parroquianos. Otra media hora de observación, más o menos.
Haciendo un mixto entre la psicología, estudio de la conducta humana, y la etología, que estudia el comportamiento animal, el resultado es francamente favorable a los gorriones, por mucho que se me caguen encima. No he escuchado a ninguna de esas aves paseriformes quejarse por nimiedades, desear el mal ajeno ni perder las amistades por cuestiones políticas.
Dos conclusiones saco a la sombra del toldo del bar. Primero, que lo más sensato, no estando a la altura de un pajarillo, es no decir ni pío. Y segundo, y no menos importante, que la cerveza, por supuesto Mahou, en verano, está perfecta en torno a cinco grados centígrados.