Soy de natural escéptico. No sé si es bueno o malo, pero lo
he sido siempre. Cuando mi madre me amenazaba con aquello de que iba a venir “el
Coco”, en vez de asustarme empezaba a preguntarle por las características del
monstruo, por el medio de transporte en que llegaba, por su frecuencia de
visitas...
Por eso, aquella tarde en aquel sórdido bar de pueblo
mesetario, cuando me empezaron a contar la archiconocida historia de una chica
fallecida en un accidente que esperaba en una curva haciendo autostop para
avisar al incauto del peligro, me pedí otro montado de lomo y otro tercio de
Mahou, y dejé de prestar atención.
Dí una cabezada antes de retomar el camino y, cuando quise despertarme,
el atardecer ya se estaba despidiendo. Salí del coche para despejarme, me lavé
la cara en una fuente cercana y me puse en marcha.
La noche me alcanzó en una carretera secundaria entre
Albacete y Cuenca. Una noche de invierno, con una lluvia fina pero constante y
ni un asomo de luz de luna. En la radio sonaban canciones pop con regusto
rancio. Empecé a ascender un portachuelo cuando, de repente, una silueta cruzó
el haz de luz de los faros de mi coche. Dí un frenazo brusco y apenas si tuve
tiempo de ver los cuartos traseros de un jabalí de notable tamaño perdiéndose
entre en la espesura, entre chaparros y jarales. Resoplé para reponerme del
susto, devolví la vista a la carretera y la va allí, de pie junto al asfalto.
Respingué, y hasta me sobrecogí cuando empezó a aproximarse
al coche. Era una mujer de tez pálida,
ojos verdes, serenos como un lago, y largos cabellos castaños.
Abrió la portezuela del coche y me preguntó si podía
llevarla. Apenas llegué a balbucir un sí. Se acomodó en el asiento y se puso el
cinturón. Estuvo un par de minutos sin hablar. Yo llevaba los cinco sentidos
puestos en la carretera, cada vez más peligrosa, y el sexto puesto en su
presencia, cada vez más inquietante. Cuando despegó los labios fue para decirme
que extremase las precauciones, que aquel tramo montaraz de carretera
secundaria ya había segado unas cuantas vidas.
Tengo que reconocer que si lo que sentía no era miedo, era
algo muy parecido. Sólo fuimos capaces de continuar el viaje una media hora
más, porque la lluvia fina se transformó en un vendaval de agua y viento que hizo
imposible seguir circulando. Yo a sólo buscaba un paraje en el que detener el
coche y el momento en que ella me hablase de la curva en la que había perdido
la vida en una vida anterior. De entre las sombras brotó una luz tenue y la
silueta de un caserón. Me eché a la
derecha.
Empecé a pensar que el montado de lomo me había producido una
salmonelosis cuando me pareció reconocer en los perfiles de la casa los de la
residencia de Norman Bates. Más aún cuando apareció un muchacho delgado y
nervioso para invitarnos a pasar al Hostal “El Final”. Sólopodía ofrecernos una
habitación a compartir y nos rogaba silencio, que su anciana madre, postrada en
una silla de ruedas, estaba muy delicada de salud.
Entramos a la habitación, ella decidió ducharse...y acabamos
haciendo el amor nueve veces esa noche. A la mañana siguiente, la anciana madre
del muchacho nos saludó amablemente durante el desayuno, continuamos viaje
hasta Cuenta y allí nos despedimos aquella chica y yo, sin llegar a conocr
nuestros respectivos nombres.
Y ahora, cada dos por tres, cojo el coche y me voy a la
frontera entre Albacete y Cuenca y me recorro de arriba abajo la dichosa
carretera, pero no aparece. Y un fantasma no era, que esas cosas se notan bien
a las claras en ciertos momentos.