lunes, 13 de abril de 2015

Cuaderno de bitácora. Día centésimo tercero del año estelar de 2015.

Me apeo del autobús. Son más de las once, una vez más. Estoy cansado. En noches como hoy, me gusta bajarme una parada antes y caminar despacio esos cien metros que separan una estación de otra, envuelto en esa farsa de silencio que produce Madrid, que en realidad nunca calla, mientras me fumo un cigarro.
Me parece escuchar una flauta. Al otro lado del río. Busco con mis ojos pequeños y fatigados, como si los ojos pudieran atrapar la melodía. Hay un tipo que marcha por la otra orilla. Y toca una música lenta y sincopada. Me gusta.
Anda a trancos largos. Debe ser más joven y más ligero que yo. Calculo que, si al llegar al puente gira, nos encontraremos al final de la pasarela. Lo deseo. Y sucede.
Se deja ver cruzando. Tendrá veintipocos, alto, moreno, con una mochila y una flauta plateada que sopla con los labios y acaricia con los dedos. Tiene mucha más prisa para caminar que para hacer sonar el instrumento.
Se me aceleran los pasos vacilantes de hombre desanimado, para no perder distancia con él. No, no con él. Con el sonido que crea. Mis piernas cortas multiplican el ritmo. Él sigue andando con zancadas decididas.
Me acuerdo de repente del flautista de Hamelín. Rebasa el cruce y sigue recto. Mi costumbre me hace torcer a la derecha. Se pierde la música con él, entre las sombras que le dibujan las farolas.

Llego al portal sin saber si soy un niño o una rata. 

domingo, 12 de abril de 2015

Cuaderno de bitácora del día centésimo segundo del 2015


Tengo problemas con la autoridad. No me refiero a la cuestión civil. Me refiero al sentido de la autoridad. Y no porque yo sea un rebelde sin causa, un díscolo recalcitrante o un inadaptado social. Bueno, lo último igual sí, pero por otros motivos.
Mis cuitas sobre la autoridad son más bien inversas. No consigo, ni en la mejor de mis interpretaciones, representarla. Mis hijos han conseguido metaforfosearme en el auténtico y genuino “pito del sereno”, lo que representa que cualquiera de mis indicaciones termina con la sensación de que decirles nada es como tener un tío en Alcalá, que es no tener tío ni tener ná. En román paladino, no hacen ni el huevo.
Aunque hago memoria y me parece que esto ya lo he vivido yo, pero en pasiva. Con mi padre. A mi madre, que deja a Agustina de Aragón convertida en una dulce y pusilánime doncella cuando es menester, no me he atrevido nunca ni a toserla. Pero a mi padre le escuchaba a veces como un remoto rumor, ininteligible. Lo que pasa es que, cuando quería algo, me doblaba el brazo por el cariño. Un chantaje emocional con alguien tan cariñoso como mi padre no lo resiste ni Chuck Norris.

No sé si esto se hereda, se aprende por imitación o es una pura cuestión de suerte. Pero voy a tener que empezar a trabajarme las caras de tristeza y decepción. Por si cuela.
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La siguiente la pago yo por Rick, Diógenes de Sinope y Albert se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.