El
pasado 28 de marzo falleció, víctima de la pandemia Covid-19, el Dr. Ángel Oso
Cantero. El Dr. Oso estudió Medicina en Madrid, obtuvo la especialidad de
Pediatría y desarrolló su labor asistencial principalmente en el Hospital Niño
Jesús. Tras su jubilación no redujo su actividad, y trabajó por los derechos de
sus compañeros en diferentes juntas directivas de la Organización Médica
Colegial y, sobre todo, del Ilustre Colegio de Médicos de Madrid, como Vocal de
Médicos Jubilados. En el Colegio prestó sus servicios hasta el último momento.
El
Dr. Oso fue compañero de carrera de mi padre, el Dr. José Pérez de Almazán,
también pediatra. Tenían cierta proximidad alfabética en el apellido, y se
hicieron muy amigos; como a menudo iban juntos, a veces les llamaban los “Perezosos”.
Esa
amistad se mantuvo a lo largo de toda su vida. Ya jubilados, tanto mi padre
como el Dr. Oso mantuvieron una intensa relación junto con otros amigos y
colegas. Durante años se reunieron los últimos lunes de mes en algún bar cercano
a la Plaza de Manuel Becerra, donde en torno a una caña, un vino y unas
raciones, compartían recuerdos, inquietudes e ilusiones. El primero de estos
bares, cerrado ya también, se llamaba Virginia. El Virginia fue testigo del
paso de esos primeros años de jubilación, con Miguel Pozas, Amador González
López, Carlos de Pablo, Antonio Martínez Olivares o Pepe Fraga, y también de
las primeras pérdidas de efectivos en el grupo, como José Chicote o Fernando Rivero.
Pero la tertulia se mantuvo. Ángel Oso era el verdadero catalizador de ese
grupo, el que llamaba a los demás, el que organizaba los lunes, y el que
lideraba las diferentes actividades que a través del Colegio se organizaban
para los médicos jubilados.
Mi
padre sufrió un ictus hace casi 12 años. Un infarto cerebral derecho masivo que
le sorprendió y le postró para siempre en una silla de ruedas, y aunque con sus
facultades mentales muy conservadas, limitó su actividad de forma radical. Su
amigo Ángel Oso nunca le abandonó. Mi padre ha tenido la suerte de conservar el
afecto de la mayoría de sus compañeros y amigos después de su episodio, algo
que no es sencillo, pues tampoco lo es seguir acompañando a una persona en su
estado; es fácil acabar distanciándose, pues cada uno tiene sus propias preocupaciones,
y en esas edades, sus propios problemas de salud. El Dr. Oso era un hombre que,
más allá de su valía profesional, demostró ser una persona excepcional. No
tengo palabras suficientes para agradecerle el apoyo y el cuidado que regaló a
mi padre en sus años más difíciles, sin flaquear, sin descuidarse jamás. Desde
el ictus yo fui el que llevé a mi padre a la tertulia de los lunes, y eso me permitió
conocer mejor al Dr. Oso, junto al resto de la cuadrilla. Yo también soy médico,
y me acogían con cariño, pero Ángel Oso, como mi padre y sus demás amigos,
pertenecía a esa generación que ahora es tan citada por todos como aquella que vivió
el franquismo y pudo salir de él, que trabajó todas las horas imaginables para
sacar adelante a las familias y labrarse una posición digna para ellos, y para
su profesión. Que hicieron de su integridad una tarjeta de visita, sin caer en
pedanterías ni vanidades superfluas. Sobrios, formales, seguros y divertidos. Les
admiro y querría poder parecerme a ellos.
Mi
padre sigue vivo por ahora, y con la incertidumbre del porvenir cercano, pero
con la misma serenidad de siempre. Ni ha podido despedirse de su amigo Ángel,
que tan bien estaba. Él le va a echar de menos, y yo le echo de menos ya. Era
un tipo formidable, generoso y leal. El último bar en el que quedaban se
llamaba Bel Canto. A Ángel le gustaba la ópera, y sobre todo ir con Azucena. No
le olvidaremos.