Era un enano, no cabía la menor duda.
Pero era un enano un tanto peculiar. Medía un metro noventa y tres
centímetros, lo que ya le convertía en una rareza en su género. Es
verdad que vestía como un enano, cantaba “Aijó, aijó, a casa a
descansar” cuando terminaba su jornada en la mina de diamantes y
hacía innumerables tontunas para hacer sonreír a Blancanieves, pero
no acababa de encajar por dimensiones y actitudes en la casita de los
siete enanitos del bosque y en la parcela rústica de seis mil metros
cuadrados que circundaba el chalé.
Siendo un enano, en vez de comportarse
con el machismo propio de sus siete compadres, colaboraba en las
tareas domésticas con Blanqui, que es como llamaba él a
Blancanieves, por acortar, impedía que las bestias del bosque, con
la excusa de las canciones y los jueguecitos se ciscasen en sábanas
y demás ajuar tendido y era muy aseado, a diferencia de sus colegas.
Por eso, por su mandíbula cuadrada y
su hoyuelo en la barbilla, su voz varonil y ese cuerpo depilado y
musculoso que parecía el David de Miguel Ángel en carne y hueso, a
Blancanieves le ponía. Era verle agarrar el pico para salir camino a
la explotación minera, y Blancanieves notaba un cosquilleo
incontrolable por aquí y por allá, sobre todo por allá.
Cuando la bruja llegó con la excusa de
la venta al detall de frutas y verduras, dispuesta a envenenar a
Blancanieves, no dejo de reparar, mientras le hacía el artículo de
la calidad del producto a la incauta, en el macizo que sobresalía en
el retrato de grupo de los enanos del portafotos de encima de la
chimenea. Tanto que estuvo a punto de darle el mordisco a la manzana
ella, de lo tensa que se puso. Al final, casi más por suerte que por
atención, que la atención la tenía toda en el gachó, le endiñó
la manzana dichosa a Blancanieves que, tan lista que era para
manipular a los enanos y a las ardillas y a los pajaritos, anduvo
torpe y acabo emponzoñada y dormida como un lirón.
Pero Dios castiga sin piedra ni palo, y
la bruja, ya reconvertida en Reina Malvada y Maléfica y Malapersona,
no pudo evitar managar la foto y, de regreso al palacio y con el
cuervo encabronado porque no le hacía ni caso, se deleitó tanto en
la contemplación del mozo del retrato que, absorta, acabó por caer
en una zanja de las obras de instalación de fibra óptica de Orange,
descogorciándose el cocoroto y falleciendo en el acto. A ella la
mató la naranja y la lujuria visual, mira tú que paradoja.
Cuando los enanos llegaron y se
encontraron el pastel, lloraron como plañideras, amortajaron a la
doncella, la metieron en el sarcófago ese de cristal que, qué
curioso, ya tenían dispuesto para una eventualidad como esta, lo que
hace sospechar si no serían en realidad un tanto psicópatas tipo
“Mentes Criminales” y tenían otros planes para Blanqui una vez
que se revelase contra la dictadura machista que la convertía en
chacha sin remuneración, y la trasladaron al claro del bosque
también preparado para esata circunstancia.
Estaban allí lamentaándose, o
haciendo el paripé, que a estas alturas del relato ya resultan
cuando menos dudosas sus cualidades morales, cuando apareció el
Príncipe Azul. Por no dilatar, era muy parecido a como sale en la de
Walt Disney. Y, oye, fue bajarse del caballo, mirar al enano gigante
y echarse en sus brazos buscando sus labios. El enano, que era enano
pero tenía su corazoncito, no le hizo “la cobra” y se morrearon
a placer ante la mirada atónita de los otros siete enanos. Y le
subió a la grupa del caballo y se fueron los dos a los sones de “Mi
jaca” bosque adelante, a celebrar el Día del Orgullo Gay a Chueca.
Blancanieves sigue sobando, con la boca
abierta y la baba colgando, los siete psicópatas enanos andan
buscando nuevas víctimas y el narrador, que soy, se va a tomar una
cervecita. ¡Feliz Navidad y Próspero 1993 a todos!