Le pedí al dios que fuere, una y otra vez, que me devolviese el contrato de
alquiler de mi caldera en el infierno, aún perdiendo la fianza, para volver a
jugar con mis ángeles ataviados de diablos.
Le pedí un descontrol agitado, no batido, con una aceituna ensartada en un
palillo. Le pedí las noches que se llevó a hurtadillas, con sus decorados de
calles de Madrid y sus bandas sonoras de taxista flamenquito y devoto de
nuestra señora de radiolé.
Le pedí cervezas que sudan en su piel de cristal gotas frías, esas que
empiezan a caer con pereza y aceleran al llegar al pie de la copa, y jotabés
con cocacola con mucho hielo, servidos en esas lentes de aumento con la
graduación para miopes de corazón que sólo los vasos de tubo esconden en el
fondo.
Le pedí bailar "If you leave now", y "Moonshadow", y
"Stay". Le pedí penumbras de soportales y farolas fundidas a la
puerta del portal. Le pedí mi antigua hambre de risas y la carta de bromas que
mis amigos me presentaban cada vez que pasábamos por las inmediaciones de un
bar abierto.
Le pedí mi pasado, en una palabra.
Pero ese dios que fuere ha dado positivo en los test. Y todo lo que me ha
mandado es un instante de tormenta y un imsomnio vacío de sueños y plagado de
pesadillas sobre imbéciles que quieren cambiar el mundo y a los que el mundo
les cambia con treinta monedas de plata, sobre pérfidos y mezquinos ególatras
adoradores del poder y sobre la ceremonia de la estupidez convertida en rito
sagrado. Pandemia rima con anemia. En consonante. Sólo hay excedente de carencias.
Estos tiempos me han metamorfoseado de ciego murciélago, buscador de vida en
las oscuridades, en rata despeinada que se asoma al borde de los desagües a
plena luz del día, buscando migajas de mohosas pasiones.
Puto virus. Puto tiempo.