De todas las secuelas de la pandemia, la peor sin duda son
las ausencias. Después, la cronificación de síntomas, eso que llaman “covid
persistente”. Luego el miedo, que no se va.
Y después está la pérdida del gusto. No por los sabores, que eso, en la mayoría
de los casos, dura unos días. La pérdida del gusto por la vida.
Suprimido el ruido de fondo de lo social, resultó terrible enfrentarse
a la realidad individual tan solo con tu caja de herramientas mental, soñar con
atravesar el espejo como Alicia y que el espejo se obstine en devolverte
testarudamente la imagen de la soledad vacía. Hibernar a la espera de que
regrese la primavera y encontrar que la primavera se ha ido para siempre,
porque, quien sabe, quizá nunca existió más que en la imaginación. Descubrir
que mientras eras uno de los esclavos del coro de Nabucco, nada te impedía
pensar que cantabas como un ángel. Pero, convertido forzosamente en el
barítono, la verdad es que no tienes voz, no tienes oído y no tienes
posibilidades de cambiar esa situación. Percatarte de que no sabes nada y no te
quedan ni tiempo ni ganas de aprender.
La proyección era que, restablecida una cierta normalidad,
la vida volvería a ser lo que era y encontrarías refugio en el bullicio. Pero
la algarabía se ha convertido en tinnitus, ya no se traduce por alegría. Se
transforma en un zumbido constante, molesto, ensordecedor. Las palabras se han
vuelto sonidos sin armonía, fonemas inconexos que se ensamblan como por azar. Y
las caras parecen haber olvidado el lenguaje de los gestos, de tanto esconderse
tras las mascarillas, y, quizá por eso, las miradas se han desgastado y ya no
tienen fuerza.
El invierno está llegando, decían unos personajes de novela.
Debe ser verdad. Lo que no explicaron es que el invierno estaba llegando desde
la primavera anterior. Y que solo es primavera en la inocencia, y que la
inocencia se perdió con el primer beso. Todo lo demás hay que inventárselo, si
se es capaz.
Le explico todo esto a Audrey, mi perra, y sus ojos me dicen
que me deje de gilipolleces, que la primavera llega cuando le arrasco detrás de
las orejas y cuando compartimos las galletas. Es de suponer que la Naturaleza
es perversamente sabia y por eso los perros no se toman la molestia de padecer
el coronavirus, que bastante tienen con padecernos y compadecernos a nosotros.