La había conocido, por casualidad, en la presentación del libro de un amigo. Esa tarde me pareció una mujer apasionante. Durante nuestra conversación, esbozó algunos episodios de su vida. No fue sólo el contenido, historias deslumbrantes, sino, y sobre todo, el continente. Su forma de narrar sus peripecias era más seductora aún que sus ojos entre azules y grises.
Aquella Nochevieja se presentaba tediosa. Cena en casa de unos amigos y posterior fiesta privada. Apenas una docena de personas, casi todos conocidos, y más pretensión de tertulia literaria que de jolgorio. Pero la anfitriona era la mejor amiga de mi mujer, así que me puse mi único traje de chaqueta, esa corbata amarilla que tanto detesto y mis mejores zapatos, y me dispuse a saludar la llegada de 2013 con una copa en la mano, saliendo a fumar al jardín en compañía de la helada y contrastando pareceres con algún profesor de literatura sobre si el periodismo gonzo cambió el panorama conceptual de la narrativa del último cuarto de siglo. Si bien es cierto que la juventud es la única patología que se cura con el tiempo, echo de menos algunos de los síntomas de aquella enfermedad. Más en noches como esta.
Me sorprendió gratamente encontrarla de nuevo. Al parecer, compartía amistades con mi mujer, y había ido acompañada de su marido, un empresario hostelero. Nos sentamos juntos en la mesa, otra vez la casualidad, y, mientras mi mujer repasaba la actualidad social con la anfitriona y su marido, sentado al otro lado, departía sobre economía con su compañero de mesa, me vi de nuevo embriagado por la prosa de aquella mujer, por su existencia y por su manera de contarla.
Después de las campanadas, los brindis y la ronda de llamadas familiares, el comedor se convirtió en una improvisada sala de cóctel, y los invitados iniciamos la ceremonia de componer y desintegrar grupos al hilo de diálogos y monólogos, según la personalidad de los contertulios. Insistente la casualidad, nos unía también el nefando vicio del tabaco. Salimos al raso de la noche de la sierra madrileña para compartir discurso y cigarrillo.
Sin embargo, rechazó el que le ofrecía. Lo encendí, pensando que prefería su propia marca, pero ni siquiera hizo ademán de sacar la cajetilla. Me preguntó si me importaba darle una calada, y mi respuesta fue aproximarle el cigarrillo. Aspiró profundamente el humo y me lo devolvió. Cuando me lo llevé de nuevo a los labios, sabía a ella. Se me acercó y me susurro al oído:
- Como en el bolero, “en la boca llevarás sabor a mí”.
Sobre las cuatro, mi mujer se acercó para decirme que estaba cansada, que se iba a casa, que me quedase si quería. Le dije que no, que me iba a casa con ella, y alegué un inoportuno dolor de cabeza. Aunque, podía intentar engañarme, pero era perder el tiempo, lo que tenía en realidad era miedo. Miedo de aquella mujer que empezaba a parecerme irresistible.
Empezamos la ronda de despedidas. Su marido me estrechó la mano con cierta indiferencia, pero cuando le tocó el turno a ella, aprovechó para decirme que paraba casi todas las noches en el Geographic, en la calle Alcalá, por sí quería pasarme a tomar una copa con ella.
- Quizás…
- Otra vez el bolero…”Quizás, quizás, quizás…”
En el trayecto a casa mi mujer comentaba algo sobre viajar a Costa Rica y sobre las aventuras de una amiga suya, recientemente separada. Lo cierto es que no le presté mucha atención. Notaba el sabor de su lápiz de labios en los míos y veía sus ojos a través de la penumbra cada vez que miraba el retrovisor interior.
Cuando llegamos a casa, la fui desnudando por el pasillo y le hice el amor con una desesperación casi juvenil, con avidez, con más fuerza de la que era capaz de recordar. Tanta que se quedó desconcertada, aunque no dijo nada. Un buen rato después de que se durmiera, mientras me fumaba el último cigarrillo, me preguntaba a quien le había hecho el amor esa noche. Sin encontrar una respuesta.