A mi mamá y a mi abuela lo del casamiento de Juan
les pegó mal. Están excitadas por demás. Entre otras cuestiones, desde hace
unas semanas se preparan para el gran
evento con Silvia, una cosmetóloga. Las dos están chochas, les hace limpieza de
cutis, les aplica máscaras, les hace drenaje facial y yo qué sé. Encima parece
ser que Silvia es copada y divertida, y la ven todos los viernes. La pasan tan
bien que todas las chicas de la familia también queremos que Silvia nos atienda.
Pero el viernes pasado, de buenas a primeras, Silvia
tira esta bomba: lavarse la cara con jabón Dove es malo, muy malo. Parece ser -
al menos eso dice Silvia - que el Dove está hecho de crema pura. Además,
después de lavarse, una suele hidratarse con más crema. Crema sobre crema sobre
crema. Entonces deviene la debacle: se
empiezan a tapar los poros, se hace una capa letal sobre el cutis y la piel te
queda, en términos cosmetológicos, cementada; parece linda, pero estás al borde
del abismo, o, como mínimo, a escasos minutos de que te llamen para hacer de
ser siniestro en el trencito del terror...
¡Hay que tener mucho cuidado, amiga! Yo, ni bien me
enteré de esto, tiré el maldito Dove y
le entré a dar al jabón de glicerina. Mirá si la cara me queda cementada y
después, para hacerme una limpieza de cutis, tienen que llamar a un exorcista?
En vez de sacarte un punto negro, te apunta con una cruz de madera; en vez de
hidratarte con una loción, te rocía con agua bendita al grito de: “¡El poder de
Cristo te lo ordena!" Aunque nunca
falta alguna cosmetóloga medio fanática que en ese caso diría, convencida y a
viva voz: "¡El poder de Clinique te lo ordena!" mientras una se
retuerce en la camilla (todavía con el
cutis cementado) pidiendo - con voz de ultratumba y en arameo - un cigarrillo o
una Coca-Cola o un bizcochito de grasa o un jabón Dove, o cualquiera de esas
cosas que nos encantan pero tanto nos afean.
Luciana
Pechacek