viernes, 6 de diciembre de 2013

Fanatismo cosmetológico

A mi mamá y a mi abuela lo del casamiento de Juan les pegó mal. Están excitadas por demás. Entre otras cuestiones, desde hace unas semanas se  preparan para el gran evento con Silvia, una cosmetóloga. Las dos están chochas, les hace limpieza de cutis, les aplica máscaras, les hace drenaje facial y yo qué sé. Encima parece ser que Silvia es copada y divertida, y la ven todos los viernes. La pasan tan bien que todas las chicas de la familia también queremos  que Silvia nos atienda.
Pero el viernes pasado, de buenas a primeras, Silvia tira esta bomba: lavarse la cara con jabón Dove es malo, muy malo. Parece ser - al menos eso dice Silvia - que el Dove está hecho de crema pura. Además, después de lavarse, una suele hidratarse con más crema. Crema sobre crema sobre crema. Entonces deviene la debacle:  se empiezan a tapar los poros, se hace una capa letal sobre el cutis y la piel te queda, en términos cosmetológicos, cementada; parece linda, pero estás al borde del abismo, o, como mínimo, a escasos minutos de que te llamen para hacer de ser siniestro en el trencito del terror...
¡Hay que tener mucho cuidado, amiga! Yo, ni bien me enteré de esto, tiré  el maldito Dove y le entré a dar al jabón de glicerina. Mirá si la cara me queda cementada y después, para hacerme una limpieza de cutis, tienen que llamar a un exorcista? En vez de sacarte un punto negro, te apunta con una cruz de madera; en vez de hidratarte con una loción, te rocía con agua bendita al grito de: “¡El poder de Cristo te lo ordena!"  Aunque nunca falta alguna cosmetóloga medio fanática que en ese caso diría, convencida y a viva voz: "¡El poder de Clinique te lo ordena!" mientras una se retuerce en la camilla  (todavía con el cutis cementado) pidiendo - con voz de ultratumba y en arameo - un cigarrillo o una Coca-Cola o un bizcochito de grasa o un jabón Dove, o cualquiera de esas cosas que nos encantan pero tanto nos afean.

Luciana Pechacek

jueves, 5 de diciembre de 2013

Demasiadas velas

Se despertó temprano. Era su cumpleaños, ochenta y nueve. Empezó a prepararse el desayuno, el de siempre, descafeinado con galletas, sin azúcar, como había mandado el médico. Terminó de calentar la leche y sonó el teléfono. Fue deprisa a la sala a contestar.
-          ¿Sí?
-          ¡Felicidades abuela! - contestó la voz al otro lado.
-          ¿Cómo estás? - la mujer reconoció a su nieta, lejos, muy lejos - ¿hace mucho frío allí donde vives?
-          No mucho, se aguanta ¿y tú? ¿qué tal estás?
-          Muy mayor, ya son muchos años, ¿y tus hijas? ¿van contentas al colegio?
-          Ellas bien, van creciendo.
Unos gritos agudos se colaron por la línea, impactando en el tímpano de la vieja.
-          ¡Ah! Las oigo, te reclaman - al acabar la frase los ochenta y nueve le pesaron demasiado y no pudo evitar decir – ya es el final, yo sé que se acerca, no sé si las volveré a ver - intentó mantener la voz firme, pero se le quebró con las últimas palabras.
-          Abuela, es el cumpleaños, que te pones triste. Ya verás como vamos pronto por allí.
-          Cuídalas mucho, cuídate mucho – las lágrimas le rodaron por las mejillas y se puso a llorar con gemidos entrecortados. Sin poder continuar su discurso se despidió apresuradamente - adiós, adiós.
Colgó el teléfono y se secó las lágrimas. Levantó la vista y paseo la mirada por las fotos colocadas en el mueble del salón: la comunión del niño, la de la niña, unas vacaciones de hace más de treinta años, su marido ya fallecido, ella de joven, varios críos jugando y tres retratos de unos licenciados con toga.
Se levantó y se fue a por su desayuno, no se fuera a enfriar. Respiró hondo para volver a sumergirse en la rutina de cada día. La rutina carente de emociones que la mantenía viva, que se aseguraba de que su corazón bombeara la sangre correctamente, sin sobresaltos, esperando el final. La rutina en la que anhelaba que hubiera más despedidas, muchas más, que ésta fuera sólo un ensayo, no la definitiva. Deseando seguir viviendo y descolgando el teléfono de vez en cuando para escuchar una voz fresca al otro lado. Aspirando a burlar a la vejez, a burlar el último adiós.


Anubis

miércoles, 4 de diciembre de 2013

Mariposas

Siempre dices sentir mariposas en el estómago, yo te envidio.  ¿Es eso el amor? Acaso mi vida entera está equivocada por culpa de esta ausencia…
Te miro  fijamente y trato de imaginar el batir de las alas bajo el diafragma. Cada vez con más intensidad, las pupilas temblando y la sal mojándome el borde de las pestañas.
 Ni rastro de tus mariposas.
Hoy atrapé una docena, fue complicado,  pero logré meterlas en la boca. Se agitaron en mi paladar llenándome la lengua de un polvo amarillo que escocía entre los dientes. Después silencio… ¿Seré acaso incapaz de amar?


Olivia Marfil 

martes, 3 de diciembre de 2013

Rencuentro

La joven esperaba pacientemente a una distancia prudencial. La otra chica operaba en el cajero exterior de la entidad bancaria sin importarle la cola que su demora estaba provocando. No fue el tiempo que tardó en encontrar la cartera en aquel inmenso bolso que colgaba de su hombro lo que desesperó a la joven, sino la ingente cantidad de operaciones que realizó. Al menos tres tarjetas diferentes empleó. Resoplaba malhumorada mientras tecleaba en la máquina, de igual modo que resoplaban los tres hombres que también aguardaban su turno. Uno de ellos incluso decidió marcharse pasados unos minutos, no sin antes soltar algún improperio que la mujer pareció ignorar. Era el último sábado del mes, y el saldo disponible no era el que la chica hubiera deseado, según se entendía de sus poco discretos comentarios. Por fin terminó, maldiciendo en voz baja, largándose de allí a toda prisa. Cuando la joven pudo acercarse al cajero comprobó sorprendida que la otra chica había olvidado recoger el efectivo. No era mucho, veinte míseros euros, pero ella era una mujer con férreos principios cívicos. No se lo pensó dos veces. Cogió el billete y salió corriendo detrás de la otra, primero intentando llamar su atención discretamente y luego, tras sentirse ignorada, a voz en grito.
―¡Perdone! ―chillaba corriendo detrás de ella―. ¡Oiga! ¡Espere! ¡Oiga!
Al llegar a su altura la agarró por el hombro. La otra chica se volvió con la mano levantada, dispuesta a defenderse, creyendo que estaban intentando robarle el bolso.
―¡A que te cruzo la cara! ―le espetó con mirada amenazadora.
La joven se quedó perpleja. No esperaba tal reacción. Al fin y al cabo ella sólo pretendía devolverle su dinero. Mayor fue su sorpresa cuando reconoció su cara.
―¿Tú eres Amparo? ¿Amparo Contreras?―le preguntó algo asombrada.
―Sí ―dijo la otra, todavía con la mano en alto.
―Yo estudié contigo el primer año de instituto. ¿Te acuerdas de mí?
―No, no tengo ni puta idea de quién eres ―respondió la otra con un tono ciertamente desagradable, aunque al menos devolviendo el brazo a una postura que ya no mostraba tanta agresividad.
―Pues yo de ti sí, hija de perra ―y le soltó un sonoro bofetón que hizo que la cara de la otra enrojeciera―. Tú eres la puerca que me quitó a Luis, mi primer novio.
Y se fue de allí, con el dinero de la otra en el bolsillo.
―¡Ya está bien de hacer el tonto en esta vida! ―exclamó para sí.


Rubén Ibáñez González

lunes, 2 de diciembre de 2013

Deja de llorar

(A todos los que creen que se quedan solos…)

No sientas lástima. ¿Tanta pena te doy? ¿Tan vulnerable, tan insignificante te parezco? La ausencia de lo que fuiste en mí no anula, por fortuna, mi ser. Al menos no absolutamente. Tengo guerra que dar todavía. ¿No me ves capaz de arreglármelas sin ti? Por lo menos, sobreviviré. E incluso volveré a vivir. Abrigaste mi vida, pero no me la diste, ni viviste por mí. Despertaste mi amor, pero no lo originaste. Me hiciste sentir, pero no me enseñaste los sentimientos. ¿Tan imprescindible te crees? Sé que saldré, aunque a duras penas, adelante. Poco a poco se impondrá mi fortaleza -o al menos eso espero- sobre la sombra de tu presencia. Paulatinamente te olvidaré, terminaré por ganar -aunque salga malparado- esta batalla contra los recuerdos que a cada segundo me fustigan. Y no brotarán más lágrimas. ¿Que te vas? Eso parece. ¿Que ya no volverás?... Quedar, quedo desolado, sí, y solitario, e incompleto. Pero solo… ¡Solo! Cuán rotunda voz. Solo no quedo. Me queda Dios. Me quedan los míos. Me queda la poesía. Me quedan la verdad y la belleza, que no dependen de ti, a pesar de su predilección por ti. Y quedo yo. Y me queda el saber que me quedan las cosas importantes. Sin dejar de serlo tú.


El soñador
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