Buscaba un bar. Como un preso busca la
libertad o un pirata un tesoro enterrado. Alcohol y música. Nada
más. Cuando te pierdes, lo mejor es intentar encontrar un punto fijo
donde recuperar la orientación. Y descansar. Por eso buscaba un bar.
Lo buscaba como un moscardón en la penumbra busca la luz. Se sentía
como eso precisamente.
Pasó del sol lánguido de diciembre a
una sombra cálida. Un vistazo al bar. Una barra larga. Madera
oscura. Gran reserva.
Era un tiempo en que las novelas de
intriga eran novelas de amor con muerto, en que nada quedaba del
Padre Brown ni de Hércules Poirot, en que los crímenes eran tan
groseros en la literatura y el cine como en la realidad. Los agentes
secretos eran mercenarios de una empresa norteamericana y los llamaban
contratistas, un guiso sabroso era un pegote de masa indefinible en
el centro de un plato como el albero de Las Ventas y ser persona de
bien se reducía a llevar un polo con un anagrama de prestigio en el
lateral izquierdo.
El camarero era un muchacho rubio, sin
duda británico, con el pelo revuelto y aire despistado. Le habló en
castellano, reconociendo sin duda por lo cetrino de su piel el origen
autóctono del cliente. Pidió una pinta de rubia. En copa helada.
Desde la vidriera policromada, Heany,
Seamus de nombre, como el gran Peter O'Toole que bebía whisky en
compañía de una Duquesa en Sevilla, le miraba con expresión
distraída. Le envió un brindis casi imperceptible. Tampoco hay
motivo para más celebraciones con un poeta.
En el taburete de al lado, otro hombre
seducía a otra cerveza. Tan rubia y tan helada como la suya. Por un
instante, un pulso entre sus miradas. La de la experiencia contra la
de la juventud. Ojos de caimán contra ojos de toro. Nadie en su sano
juicio se atrevería a apostar.