viernes, 13 de septiembre de 2013

Y al final, todos iguales

Al niño rico, lo trajo al mundo un ginecólogo famoso en una exclusiva y lujosa clínica privada.
Sus ricos papás le colmaron de regalos, todos lujosos y exclusivos.
Pasaron los años.
Un día, a punto de entrar a presidir un consejo de administración, su bronceada cara se crispó, se llevó la mano al pecho, y cayó al suelo haciendo añicos su Rolex de oro.
Rápidamente lo llevaron a la misma clínica donde nació.
Le operó un cardiólogo famoso y exclusivo.
Tenía 45 años.
Al morir: lo comprendió.

Violette Delbosc

Mariposa

Cuarto de siglo, veinticinco años, cinco lustros y cero rosas. Así estalló mi particular Big Bang. Fue la parte imprescindible de la gran explosión de mi nuevo yo. De mi nueva vida. Modelo científico que intenta explicar el origen del Universo y su desarrollo posterior de acuerdo con la gran erudita Wikipedia. Desde mi punto de vista no lo intenta explicar sino que lo consigue.
El Big Bang fue el origen de mi universo, el germen de mi actual fortaleza, el nacimiento de mi corazón de piedra, el punto y aparte con doble espacio, el inicio de nuevas teorías –de entre las cuales alguna terminará siendo doctrina- y el principio de mi conversión. Una conversión hacia lo masculino, hacia el mundo varonil puesto que empecé a pensar como lo haría un hombre. Teoría de los pañuelos de usar y tirar; sin contaminar en todo caso y sin irritar las narices débiles que necesitan y acaban dependiendo de su pañuelo. Teoría de los frentes, permaneciendo en todo caso en la retaguardia. Un Big Bang en el que la física y química no tenían cabida en su explicación, tan sólo los delicados dedos de una diosa que al final me quitó la venda de los ojos para ponérsela sobre los suyos y proporcionarme así la justicia que durante esos siete años me había ganado.
Y nada es casualidad, ¿a caso es azaroso que 2012 haya sido el año de mi Big Bang y el átomo de Higgins -del champán para los amigos- haya sido descubierta? La respuesta es no. ¿O que la segunda letra del abecedario sea la misma que Big Bang y el año empiece y a cabe por dos? ¿y que 2012 acabe en doce años de diferencia? Las casualidades no existen.
Mi vida empezaba a andar sobre ruedas, la teoría de la mano invisible hacía eco en mi existencia. El laissez faire keynesiano que desde su estudio me llamó la atención llevaba las riendas que yo había soltado. Todo llegará, todo ocurre si tiene que ocurrir y si no es así, no ocurrirá.
Hoy sigo con cero rosas y algún anillo de hoja de lata. Estoy liberada de aquellas esposas que tanto me gustaban. Me gustaría haber nacido a principios del “equis-equis” porque con toda certeza habría sido yo la musa de Kafka para su Metamorfosis.


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jueves, 12 de septiembre de 2013

Invasión en la ciudad

Cada día llegaban entre 700-1000 de los suyos aproximadamente, se denominaban entre ellos visioneats (algo así como consumidores de visión)  y se mezclaban entre la multitud para no levantar la más mínima sospecha.
Su apariencia era totalmente normal: vestían como nosotros, hablaban como nosotros, comían como nosotros, pero no eran humanos. Solo un insignificante detalle los distinguía y eran sus insólitas pupilas: incapaces de reaccionar a la luz. Se mantenían con un tamaño diminuto y no se les debía de mirar mucho rato fijamente, pues eran capaces de establecer una sinapsis neuronal a través del iris y adueñarse por completo de los sentimientos y sobretodo de la voluntad de las personas.
 Había “perdido” parte de mis amigos  y conocidos en los últimos meses bajo estas circunstancias. Un movimiento revolucionario había surgido recientemente que cada vez contaba con un mayor número de adeptos y poco a poco les iba ganando terreno. Habían ideado unas gafas para evitar sus devastadores efectos y parece que estaba dando buenos resultados por el momento. También estaban trabajando en un proyecto de eliminación química basado en una combinación de hidrocloritos con sulfatos.

Silvia Asensio García

miércoles, 11 de septiembre de 2013

Ojos acusadores

Adoras cuando se baña, verla restregarse mientras se enjabona. Esperas a que te diga que laves su espalda, entonces te esmeras. A veces intentas enjuagarle entre las nalgas, pero ella se aparta de ti con una sonrisa. Te gustan el olor de sus pedos, escuchar cómo orina.
Hoy el vecino fue a visitarla e inmediatamente ella puso a colar café. La odias cuando hace eso. El hombre mira a tu mami y  ambos sonríen. Un dolor te retuerce las tripas, corres y la abrazas. Mamá te da besos por toda la cara. Tu blúmer se moja, empiezas a mordisquearle suavemente el brazo. Ella te da más besos. Sigues mordiendo con ansias hasta que el peso de una mano te empuja bruscamente contra la pared. El vecino se le acerca, diminutas gotas de sangre surgen de las marcas dejadas por tus dientes. Él voltea la vista y la clava con rabia en tu rostro. No fue mi culpa, respondes, sintiéndote acorralada, presa ante esas manos que se te acercan, se apoderan de tu cabeza y la estrellan fríamente contra la pared.

Ketty Blanco

Es extraño esto del olvido

En presencia sigo aquí, pero ya no soy yo. Sólo reconozco algunos días la pequeña cicatriz de mi dedo anular que me hice en una Nochevieja de no sé qué año en casa de mi amigo Paco. Intentaba encontrar la cerveza más fría y metí la mano hasta el fondo del oxidado arcón congelador. Un gran trozo de vidrio marrón se quedó clavado en mi dedo que al estar también congelado no se inmutó, pero que comenzó a sangrar en cuanto lo liberaron. Cuatro puntos y tres horas menos de fiesta.
Otras veces recito en voz alta algún fragmento de historia y me apetece fumar y escuchar la radio. Y quiero salir a pasear por las calles de mi pueblo y refrescar mi cara en el río, y sentarme a comer mandarinas y ver mis pies morenos bajo las sandalias.
Ahora las piernas no me responden y creo que estoy medio sordo, porque no entiendo casi nada de lo que escucho.
Recuerdo a mi madre perfectamente, vestida de negro. La casa huele a cocido de garbanzos y ella, sentada en una silla de esparto, zurce los pantalones de mi padre. Me sonríe y sigue cosiendo. Cierro los ojos y puedo oírla canturrear.
Abro los ojos y todo es extraño. Muchas personas que no conozco se sientan a mi lado a diario y me hablan de cosas que no me interesan en absoluto. Una anciana de pasos mudos me canta en susurros una copla antigua; un abuelo sin afeitar se empeña en jugar conmigo al ajedrez y una mujer gorda me corta las uñas y me baña en colonia barata cada vez que vienen a verme dos hombres maduros, uno de ellos con bigote y gimoteante, y otro calvo que me acaricia el pelo sin cesar.
Hay días en los que me despierto y echo de menos a mi mujer, con su larga trenza oscura. Siempre oliendo a jazmín y a limón, siempre con las manos calientes. Ahora he olvidado  por qué no está conmigo.
Otros días no distingo el día de la noche, abro los ojos y todo está oscuro y sólo huelo mi propio sudor.
Éste no puedo ser yo. Hace tiempo que he desaparecido, pero no consigo recordar adónde fui ni quién soy ahora.

Luisa Redondo Pérez

martes, 10 de septiembre de 2013

Fila y filiación

En la fila izquierda, por órdenes de la maestra, formarían los hombres y mujeres más feos, aquellos con defectos físicos de nacimiento, mismos que con el paso del tiempo habían derivado en perennes desperfectos mentales, en complejos de inferioridad que se devolvían a la sociedad en forma de resentimientos, de ideas macabras, en una especie de venganza disfrazada de buenas intenciones pero transfigurada al fin en mil y una formas de joder a todos, como para que los fregados no sean ellos solos.
En la de la derecha, siguiendo las mismas órdenes, se alinearían los bellos, los ricos y famosos, los triunfadores de la vida, aquellos para los que nadie ni nada más importaba que ellos mismos, su bienestar —mejor si logrado a costas del malestar de otros—, aquellos que iban por la vida obnubilados por su afán de riqueza, con el medio convertido en fin único, sin poder controlar su sed de poder, enceguecidos por la ambición, por la vanidad, por el egoísmo, capaces de pactar con el diablo para trepar al cielo de los infiernos.
Un poco a la derecha de la fila de la izquierda, atónitos, en columnas de a dos, que así lo habían ordenado, estarían los idealistas juveniles y los maduros ilusos, mirando a los demás con un poco de desprecio, otro de pena y otro de desdén, con aire de superioridad, con la certeza de saber algo que los demás ignoran, seguros de que ellos son los dueños de la verdad, del método y de la compasión, duros desde la mirada pero conservando aún en ella remotos y casi indescifrables rastros de ilusión.  
Un poco a la izquierda de la fila de la derecha, serían ubicados en columnas pares los pragmáticos, desideologizados, los partidarios de capar a los chanchos para que engorden, los capaces de talar bosques del gusto de Dios para plantar bosques a su gusto propio, los que aspiran a la clase media  y los que ya residen en ella haciendo escala para subir al estrato superior, (aquí también están incluidos los de la iniciativa privada privada de iniciativa), los que pelean no siempre limpiamente por entrar al club de los elegidos.
En el medio, sin que nadie nos mande, libres y liberados, independientes e independentistas, autónomos y autonomistas, cuentapropistas, librepensadores, autodidactas, solitarios colectivos, desinteresados, habíamos quedado los demás, multitudes en masa y tropel a los que, desbordados y auto-controlados, solo nos gusta la cerveza, pasarla bien sin joder a nadie y sin complicarnos ni siquiera con la desorganización del Carnaval.

Acragilo Cagaroli

Reinas

Corría el mes de marzo y aquel espléndido sol que iluminaba la cocina a través del gran ventanal hacía presagiar la pronta llegada de la primavera. Esta luminosidad conseguía que la imaginación de Paula, que aún no cumplía la decena, se recrease rotulador en mano coloreando historias de dragones y princesas. La tranquilidad de aquella tarde se vio perturbada por uno de esos momentos de curiosidad pueril.
- Mamá- dijo Paula mientras con la espalda y las manos retorcidas sobre el papel se esmeraba en perfilar las alas de uno de aquellos dragones legendarios.
Tanto Ana como Carlota giraron la cabeza para ver como la niña, todavía ensimismada en su creación parecía alargar el tiempo antes satisfacer su curiosidad. Entre tanto, Ana se esforzaba en picar de la forma más homogénea posible los grelos y los puerros recién cortados que añadiría cuidadosamente al caldero que borboteaba con gracia haciendo su trabajo con el hueso del jamón mientras que Carlota no quitaba ojo al color tostado que iba adquiriendo el rodaballo en aquel maravilloso horno de leña. Las miradas de las dos adultas se cruzaron y pareció como si el tiempo se congelase, ya sabían lo que vendría a continuación, lo habían sufrido el año pasado cuando por estas mismas fechas Paula volvió de la escuela con un regalo cuyo remite no estaba claro. Consiguieron salvar aquel escollo con una gran bolsa de golosinas y una sesión de aire fresco por los verdes aledaños del pueblo. Pero este año…este año no podría ser igual.
Quizá fuese culpa suya, de Ana y de Carlota. Puede que la intensa conversación con Sor Virtudes del año pasado no hubiese tenido la repercusión deseada, o también puede que la vieja directora del único colegio de aquella pedanía del macizo galaico hiciese todo con mala fe. Por otro lado, la relación de Paula con todos los niños de su edad era tan buena que quizá hubiesen olvidado preparar una estrategia para este 19 de marzo, el día del Padre.
No les hicieron falta palabras, Ana y Carlota se miraron y supieron qué hacer, aunque probablemente no fuese lo correcto o no les saliese bien. Las dos soltaron los aperos, tanto daba que el guiso estuviese en su punto, y se dirigieron cada una a un lado de Paula, como arropándola para protegerla…del mundo.
La pequeña Paula miró a sus dos madres extrañada una y otra vez y continuó con su dibujo en el que aquel legendario dragón protegía a tres bellas princesas cuyos nombres eran Ana, Carlota y Paula. La niña con la naturalidad que da la inocencia y el desparpajo de la edad preguntó:
- ¿A quién le pinto la corona de rey?
Las tres se fundieron en un sincero abrazo cuyo fin era esconder las lágrimas de esas dos mujeres que tanto habían sufrido y que veían como por fin tanto sufrimiento ofrecía sus frutos en forma de generaciones más abiertas y respetuosas.


H. Acosta

Juanito Laguna

Creció en una villa, no se sabe donde nació, tampoco importa. Lo conocí  pidiendo limosna en la peatonal.
-¡Una monedita doña!- extendiéndome una mano pequeña.
Mientras buscaba unas monedas, y para romper ese silencio molesto y acortar la distancia entre él y yo, le pregunté:
-¿Cómo te llamas?
-Juanito doña, Juanito Laguna-
-¿Por qué no estás en la escuela Juanito?-En su mirada leí un: “¡Y a vos vieja qué te importa!”, pero como el hueco de su mano sucia aún estaba vacía, contestó:
-Es pa’comer doña, a veces trabajo, cirujeo con mis hermanos-
Le puse las monedas en su mano y huyó sin decir gracias, lo miré alejarse, un perro flaco de color indefinido lo seguía.
Lo encontré varias veces en la peatonal, por lo tanto nuestro diálogo era más fluido. -Doña, ¿Tiene una moneda?-
-Sí Juanito, ¿Cómo andas?
-Requete bien, ayer fui de pesca, saqué una tarucha. Sus ojitos le brillaban de alegría, a la luz del cielo azul.
-¡Qué bien Juanito! –le respondí.
Siempre pienso qué pelea prematura le hacen estos niños al destino.
Una tarde soleada de domingo salí a caminar por el parque de la costanera, me llamó la atención un barrilete amarillo, azul y rojo, seguí el recorrido del piolín hasta encontrarme con unos niños y un perro, uno de ellos era Juanito. Me senté a descansar y a observarlos; el barrilete se cayó al río, unos cuantos insultos mezclados con algunas risas y luego se sentaron en el suelo. Mientras el cielo se hacía gris, observé cuando las bolsas de nylon conteniendo pegamentos se inflaban y desinflaban al compás de su respiración, me alejé sintiendo una mezcla de enojo y dolor.
Pasaron unos años y dejó de formar parte del paisaje de la peatonal.
Hoy volvió a mis recuerdos cuando al abrir el diario leo la noticia: “…En circunstancias poco claras murió de un tiro en la cabeza un joven de 16 años conocido como Juanito Laguna…”
Cerré el diario y también los ojos y lo vi, corriendo con el piolín del barrilete rojo, azul y amarillo en sus manos, su perro flaco de color indefinido corriendo detrás, tenía una hermosa sonrisa, sus ojitos le brillaban de alegría a la luz del cielo azul, lleno de vida y esperanzas, intuyendo vivir en un mundo cargado de porvenir.
Me saqué los anteojos, estaban empañados.


Bibi Boggian

lunes, 9 de septiembre de 2013

Desde la tercera galería II



Hoy ha sido un buen día. A las doce, el funcionario encargado de las comunicaciones me ha acompañado a la sala de visitas. Allí, detrás del cristal, muy serio, estaba Rick.

Me pregunta que tal estoy. Me dice que parezco cansado. Le pregunto por todos. Me dice que bien, que con altibajos, como siempre, pero aguantando.

Rick. Mi viejo Rick. Varado en el sufrimiento pero inaccesible al desaliento. Masticando las putadas que le ha hecho la vida, tragándose la bilis y volviendo a sonreír  su sonrisa pícara. Consciente del vacío que es todo, sin hacer nunca planes con tanta antelación, pero mirando siempre de reojo, esperando a la esperanza. Parado bajo la lluvia en mil andenes, destiñendo en blanco y negro. Nuestras noches. Dos marineros en Kaliningrado, dos irlandeses en el JJ, dos vikingos en Valhalla, un local de ensayo donde atruenan la música y el calor, dos vidas en modo leonera, dos solitarios que hacen pareja, aroma a whisky de malta y una cerveza que se queda sobre la barra.

Nunca hemos llorado juntos. No es una cuestión de pudor, ni una falsa demostración de hombría. Es tan solo que no nos gusta martirizarnos mutuamente, que dejamos nuestras lágrimas para el cielo. Nos hemos equivocado tantas veces que los errores son nuestro mundo. Nos hemos subido a la reja, nos hemos bebido el amanecer, nos hemos rescatado en mitad de la tormenta para naufragar juntos de nuevo. Siempre me dice lo que piensa, con cuidado, con cariño, para que la espuela no haga sangre. Y después me acerca un vaso a modo de anestesia.

Con el teléfono en la mano, detrás de un vidrio seco en el que no se puede escribir un nombre y que tus ojos se queden igual que ese vidrio, me está diciendo que resista. Sin palabras me cuenta que está buscando al miserable que ha hecho esto y que le ajustará las cuentas, que ya se ha visto otra vez en un hangar de un aeropuerto mirándole a la cara a un nazi.

Se despide ligero. No es de despedidas. Mientras avanzo por la galería en dirección a mi celda, tengo de nuevo la sensación de que no estoy solo. De que hay alguien detrás que nunca dejará que me apuñalen por la espalda. Me siento bien.

El elemento C

Elisa se despertaba de mal humor los días pares y los impares incluso peor. Desde que había faltada su Antonio - en paz descanse - su vida giraba en torno al plumero y a una siesta de no más de 20 minutos con telebasura de fondo, su nana particular. Y vuelta a empezar.
Sin darse ella cuenta, al haberlo tomado por costumbre, regañaba a sus hijos por todo: si tendían la ropa, les echaba en cara que las pinzas dejaban una marca horrorosa que luego no salía ni con la plancha; si fregaban el suelo de la cocina, se enfadaba porque no habían escurrido el mocho hasta dejarlo más seco que la mojama; si un sábado madrugaban, renegaba porque para un día que no había apenas faena ya estaban en pie inútilmente. Y si no había motivo por el cual renegar ahí estaba la mente de Elisa, siempre alerta, maquinando razones. Porque sus hijos nunca eran lo suficientemente buenos, nunca lo hacían lo suficientemente bien. Desde que había faltado su Antonio - Dios lo tenga en su gloria - aquello era una jaula de grillos.
Aquella noche, como venía siendo habitual desde que el cabeza de familia faltara, Elisa preparó para cenar un salteado de gritos y unos deliciosos reproches de postre, con portazos espolvoreados por encima. La paciencia de sus hijos estaba pasada de rosca y el menú de esa noche fue la gota que colmó el vaso. Un vaso mal fregado con restos de espuma, por supuesto.
Cuando a la mañana siguiente Elisa volvió del ambulatorio con las recetas en la mano y abrió la puerta de casa, un tufo a ambientador, salfumán, limpiacristales, amoníaco y lejía le arañó la garganta, el brillo que desprendían las copas de la vitrina la cegó por completo y ese gesto de satisfacción en la cara de sus hijos del que ha hecho las cosas lo suficientemente bien y además lo sabe, la dejó noqueada.
Había perdido su elemento C.

María Puerta Cervera
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