Cuando se desprendió de mi rostro y cayó inerte al suelo, pensé que todo había terminado.
Dediqué los siguientes diez años a llevar la vida ordenada y ejemplar de lo que el Código Civil llama “un buen padre de familia”. Hice dos mudanzas, encontré otros tantos trabajos, completé un curso preparto, cambié pañales, preparé papillas, me sentí un centauro de cuatro ruedas con el carro de paseo, viajé a la playa y jugué a las palas, hice deberes, acudí a reuniones escolares y a juntas de vecinos, celebré cumpleaños, hice miles de fotos familiares…
Entonces, por circunstancias imprevistas, de nuevo desperté para ver como, esta vez sí, una máscara de plástico se desprendía de mi cara y quedaba inmóvil, colgando de aquella válvula de oxígeno empotrada en la pared.
La vida empezó de nuevo, de nuevo pensé que todo había terminado. Hasta que sonó el teléfono…
- Hola, soy Rick…Qué he pensado que podíamos hacer una comida en el pueblo y juntarnos todos para celebrar tu recuperación…
Un golpe, dos golpes… El pecho me estallaba. Un bulto cada vez más grande brotaba del pijama... Grité.
El alien de los bares y las terrazas, de las noches de luna llena, de escribir baladas sin música, de cantar canciones sin letra, de filosofar sobre la fabada y frivolizar sobre héroes y naciones, de viajar sin moverme del sofá, de dar pases de pecho a los sueños, el maldito alien cervecero y bailarín… había vuelto.