Había
fallecido en la madrugada. Avisados por el padre de la gravedad del estado de
la madre, los hijos, un chico y dos chicas, llegaron desde diferentes puntos
del mundo directamente al tanatorio. “Es el signo de estos tiempos”, comentó un
allegado. “Hoy aquí y mañana allí”, prosiguió el susodicho sin que se supiera
bien si se refería a los hijos o a la finada. “Con lo que cuesta criarlos”, interpretó,
por lo bajini y con conocimiento de causa, un vecino de toda la vida. Una corona
de flores, tu esposo y tus hijos no te olvidan, y un ramo de claveles blancos,
tus amigas del chinchón te echarán de menos, amortiguaban sin estridencias el
caoba del féretro. Un señor bajito, terno gris, camisa blanca y corbata morada,
sorteó las condolencias con un par de docenas de rosas rojas amorosamente
transportadas entre sus brazos. Ronroneos de celofán. Acompañado por las
miradas de los presentes, las depositó con mimo y profesionalidad entre la
corona y los claveles y salió de la habitación sin esperar propina y con aires
de grandeza. Extrañados, los hijos miraron al padre que se limitó a encoger
imperceptiblemente los hombros. La hija menor, el macho alfa de la familia, se
acercó a las rosas, cogió con elegancia y discreción la tarjeta de rigor, y se
la entregó a su padre. Olvidadas en casa las gafas de cerca y rodeado de los expectantes
hijos, el progenitor extendió la cartulina hasta una distancia adecuada para
que los cuatro pudieran leerla. “Que nos quiten lo bailao”, aparecía escrito negro
sobre blanco con letra pulcra y caligráfica en el interior de un corazón primorosamente
dibujado con un grueso trazo rojo. Padre e hijos se miraron desconcertados. La
hija mayor, más pusilánime, soltó un jipío descontrolado, momento que fue
aprovechado por una de las amigas del chinchón para acercarse consoladora y, de
paso, enterarse del asunto. Abonada por esa intuición colectiva para las
desgracias ajenas, la propagación al resto de los acompañantes fue instantánea.
El paso de un ángel precedió a un murmullo de moscardones. “Quién lo iba a
decir, si parecía que no había roto nunca un plato”, se oyó en uno de los
extremos del recinto lo suficientemente alto como para que llegara a los oídos
de la hija menor, quién se dirigió veloz hacia la zona decibélica con intención
de romper una vajilla. Antes de conseguir su objetivo, el silencio se adueñó de
la habitación ante una nueva entrada en escena del señor del traje gris. Con la
mano derecha ligeramente extendida hacia delante realizó un slalom impecable
hasta las rosas, las recogió con determinación, se adueñó de la tarjeta al
pasar junto al atónito esposo y se disculpó: “Perdón. Me he equivocado de sala”.
Y salió con la cabeza alta sin esperar respuesta, envuelto en un aroma de
pétalos frescos. Al hijo, que hasta entonces había ejercido
de estatua de sal, le pareció oír un suspiro que emergía del ataúd.
SANTIAGO VELASCO MAÍLLO