jueves, 17 de noviembre de 2016

Tercer Premio del IV Concurso de Relatos Hiperbreves ma non troppo "La Siguiente la Pago Yo"

Rosas rojas


Había fallecido en la madrugada. Avisados por el padre de la gravedad del estado de la madre, los hijos, un chico y dos chicas, llegaron desde diferentes puntos del mundo directamente al tanatorio. “Es el signo de estos tiempos”, comentó un allegado. “Hoy aquí y mañana allí”, prosiguió el susodicho sin que se supiera bien si se refería a los hijos o a la finada. “Con lo que cuesta criarlos”, interpretó, por lo bajini y con conocimiento de causa, un vecino de toda la vida. Una corona de flores, tu esposo y tus hijos no te olvidan, y un ramo de claveles blancos, tus amigas del chinchón te echarán de menos, amortiguaban sin estridencias el caoba del féretro. Un señor bajito, terno gris, camisa blanca y corbata morada, sorteó las condolencias con un par de docenas de rosas rojas amorosamente transportadas entre sus brazos. Ronroneos de celofán. Acompañado por las miradas de los presentes, las depositó con mimo y profesionalidad entre la corona y los claveles y salió de la habitación sin esperar propina y con aires de grandeza. Extrañados, los hijos miraron al padre que se limitó a encoger imperceptiblemente los hombros. La hija menor, el macho alfa de la familia, se acercó a las rosas, cogió con elegancia y discreción la tarjeta de rigor, y se la entregó a su padre. Olvidadas en casa las gafas de cerca y rodeado de los expectantes hijos, el progenitor extendió la cartulina hasta una distancia adecuada para que los cuatro pudieran leerla. “Que nos quiten lo bailao”, aparecía escrito negro sobre blanco con letra pulcra y caligráfica en el interior de un corazón primorosamente dibujado con un grueso trazo rojo. Padre e hijos se miraron desconcertados. La hija mayor, más pusilánime, soltó un jipío descontrolado, momento que fue aprovechado por una de las amigas del chinchón para acercarse consoladora y, de paso, enterarse del asunto. Abonada por esa intuición colectiva para las desgracias ajenas, la propagación al resto de los acompañantes fue instantánea. El paso de un ángel precedió a un murmullo de moscardones. “Quién lo iba a decir, si parecía que no había roto nunca un plato”, se oyó en uno de los extremos del recinto lo suficientemente alto como para que llegara a los oídos de la hija menor, quién se dirigió veloz hacia la zona decibélica con intención de romper una vajilla. Antes de conseguir su objetivo, el silencio se adueñó de la habitación ante una nueva entrada en escena del señor del traje gris. Con la mano derecha ligeramente extendida hacia delante realizó un slalom impecable hasta las rosas, las recogió con determinación, se adueñó de la tarjeta al pasar junto al atónito esposo y se disculpó: “Perdón. Me he equivocado de sala”. Y salió con la cabeza alta sin esperar respuesta, envuelto en un aroma de pétalos frescos. Al hijo, que hasta entonces había ejercido de estatua de sal, le pareció oír un suspiro que emergía del ataúd.
SANTIAGO VELASCO MAÍLLO

martes, 15 de noviembre de 2016

Segundo Premio del IV Concurso de Relatos Hiperbreves ma non troppo "La Siguiente la Pago Yo"

El último obstáculo


Se lo habían contado muchas veces. No era fácil. Estaba reservado a los mejores, no todos llegaban. El camino sería duro y a contracorriente. Todos habían recorrido el camino en una ocasión, hacía mucho tiempo, de niños. Sus recuerdos de aquello eran pocos y borrosos.

Ahora era distinto, había crecido. Ya no era aquel crio ridículo, de ojos desproporcionados, que envidiaba a sus congéneres mayores, con esos cuerpos imponentes, a los que las chicas miraban y sonreían con descaro.

Decidió que ya era hora de hacer el viaje, de demostrar quién era.

Sabía que estaba reservado a los mejores, no todos llegaban, solo aquellos que conseguían salvar todas las dificultades. Si lo conseguía no le negarían nada, y las hembras se volverían locas por estar 
con él. Sería el más grande, sin duda la gloria estaba esperándole.

Partió, seguro de sí mismo. Tenía las agallas suficientes. Nunca se dejaría llevar por la corriente, no caería en el desaliento ni cedería.

Y empezó el camino, primero acompañado por muchos, todos con el mismo afán. Parecía fácil, no tenían un gran esfuerzo que hacer, salvo ir pasando etapas y esquivando obstáculos.

Pronto empeoró la situación y el trabajo exigido fue mayor. La tendencia era ceder y dejarse arrastrar. Tuvo que emplearse con más ahínco. Algunos, doblegados por el esfuerzo, mostraban en sus ojos el pánico de comprender que su sueño había terminado. Por primera vez en su vida sintió miedo. Era terrible el vértigo del fracaso. Empezaba a sentirse realmente cansado, pero su objetivo se encontraba cada vez más cerca. No, no cedería, nunca, él no.

Y por fin llegó aquel soñado último obstáculo. Superarlo significaba el final, el éxito. Era inmensa la labor, pero el premio merecía el esfuerzo. Sería el primero en llegar.

Tomo un último bocado, respiró hondo, cerró los ojos un instante y lo encaró.

Saltó, se vio en el aire, no podía respirar, pero sería solo un segundo. Duraría el tiempo justo de superar la catarata. Sintió el calor del sol, los colores verdes del bosque y vio por última vez el azul del cielo. Cuando volviera a entrar en el agua del rio, sería grande entre los grandes. Entonces, algo frenó su trayectoria, y sintió espantado un inmenso dolor en su garganta. Tenía un extraño sabor aquella mosca, sabor a muerte y a final.

Aunque luchó por volver al río, al que creía haber vencido, algo tiraba de él hacia afuera. Mientras su conciencia se apagaba poco a poco, un extraño sonido lo envolvía todo:…”el Campanu, pesqué el Campanu!”... .

MARCOS MARTÍNEZ BORJA

lunes, 14 de noviembre de 2016

Primer Premio del IV Concurso de Relatos Hiperbreves ma non troppo "La Siguiente la Pago Yo"

Atocha 1918


Creo que soy expósito y no sé la edad que tengo, ejercí de soguilla en el embarcadero y en la glorieta, peleándome a diario con los mozos de cuerda y con los municipales, que me corrían a porrazos. Aunque renco, doy gracias por lo que me pasó en la estación de Mediodía.

Dormitaba una tarde en el andén, encima de un carretón, pues estaban en huelga los mozos, cuando un bastón se me clavó en el abdomen, un petimetre me miraba desde lo alto y me obligó a llevar un baúl enorme rematado en los bordes con metal. Al subirlo con la soga y por las prisas se me resbaló y me rompió la rodilla, sacándola de su sitio.

Mientras gritaba de dolor, el lechuguino me golpeaba con el bastón y me hubiera matado de no ser por la intervención de una monja que se interpuso y que con la ayuda de otra me llevaron al Hospital. El de los huesos me recompuso como pudo, me escayolaron y pasé a una nave enorme con un biombo alrededor.

Vino la monja con una palangana y se sentó a mi vera, era joven y guapa, con una toca alada blanca y que me sonreía. Empezó a quitarme la ropa y yo me resistía, me acarició, nadie lo había hecho antes, me dejé. Me pasó la esponja por todo el cuerpo, tuve una erección y ella se puso como un tomate, yo me tapé con la sábana.

Cuando pudo me llevó a un cuartucho del sótano, donde dormía y me enseñó a amar y a ser amado, aprendí a leer y a arreglar los cadáveres y así entré en la profesión. Durante dos años trabajé con un fotógrafo de Embajadores en la realización de fotografías postmorten y acudíamos a domicilios y creábamos situaciones normales como comer, leer con el muerto, si era niño, jugando y los familiares alrededor. Arreglaba los muertos del Hospital para su enterramiento. Con tantos fallecimientos por la gripe, esas fotos han pasado de moda.

El olor entra por la nariz, ojos y boca y te hace llorar, aunque lleves años haciendo lo mismo. Al abrir el arcón de mármol, la vaharada de formol te golpea la cara, te das la vuelta y coges el siguiente cadáver de la carretilla, que has traído del sótano del Hospital de Sabatini.

Están magros de carne, la epidemia de gripe deja a todos por igual y cuesta meterlos en la pila pues está a rebosar y se enganchan los miembros de unos con otros, empujo con las manos y a veces con el pie. No se quejarán los estudiantes del Colegio de Cirugía de San Carlos, hasta el año pasado, se peleaban por los restos y a veces había que trocearlos, los legales, procedentes de la justicia, pocos y los íntegros escasos.

Al embalsamar un cadáver reconocí al petimetre en él, el recuerdo me cegó, con el escalpelo le corté los genitales y forzándole la boca rompiéndole varios dientes se los introduje en ella y lo  devolví  al velatorio tal cual.

Cuando me llevaban los alguaciles, mi ángel alado lloraba en silencio.

ALEJANDRO POZO DE LA CÁMARA
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