viernes, 29 de agosto de 2014

El gato

Le regalaron un gato japonés. En el pueblo nunca hubo alguien “japonés”, así que fue la comidilla de esos días. Fue enviado por la importante compañía “Correos del Mundo” a las oficinas de “Correo Local”, en la capital, quien se encargaría en definitiva de llevarlo hasta el pueblo. Al llegar escuchó: miau, miau, miau, miau, miau…


Grisel Infante Costa

jueves, 28 de agosto de 2014

Los cuentos chinos son para astronautas

“Vosotros usaréis el bote para ir por el río”. La afirmación del líder de los expedicionarios templó cualquier discusión y al equipo de la nave interestelar no le cupo duda de que contaba con el apoyo de los presentes. Podían haberse accidentado en el Amazonas pero no estaban en la Tierra, y la posible ayuda era una cuestión que se había encargado de disipar la agencia de viajes espaciales en su promoción: "Viajes sin retorno seguro". ¿Qué podía decir el comandante?
- Nosotros somos cuatro; ellos siete. Son mayoría y han decidido- dijo Crispín de Goliath a la tripulación a sus ordenes. Los dos grupos se hallaban a decenas de metros de distancia; unos cobijados en el interior de la nave, vigilándola, mientras los miembros del cuerpo técnico se juntaron al aire libre envueltos en la ominosa oscuridad de la noche. Les quedaban pocas horas; al despuntar el alba los expedicionarios se proponían gobernar la nave, en piloto automático, para regresar al planeta de donde partieron, en tanto que por el vasto río, calculaban, se tardaría de una a dos semanas en llegar a alguna ciudad e ignoraban si los nativos hablarían el idioma terrestre suponiendo que el recibimiento no fuera hostil y no carecieran de tecnologías de comunicación.
- No están abandonando a nuestra suerte – dijo el navegante.
Tras el accidente la nave quedó semiinutilizada no quedando espacio para todos; puesto que los expedicionarios habían pagado por el viaje resolvieron el plan a seguir; además, actuaron como una piña.
- La suerte se la trabaja uno – contestó el copiloto alzando la voz. Desató una perorata de fuego lento con la que amaneció presentando la siguiente disyuntiva: apoderarse del vehículo espacial matando a buena parte de los expedicionarios. Ellos eran los más sabios, les dijo; astronautas formados en academias, experimentados en sus trabajos; físicos cuidados y fuertes. No había necesidad de conformarse ante la penosa situación. Podían y debían superarla. ¿Quiénes eran los expedicionarios? Niños de papá, viejos ricachones, famosos en busca de aventuras extremas y algún imbécil que había ahorrado toda su vida para un viaje como aquel. ¿Qué representaban frente a ellos: los 4 fantásticos? El discurso apaciguó las mentes silenciándolas: nadie preguntó cuál era la alternativa.
El ruido de los motores evidenció la realidad extraña en la que se encontraban. El navegante se preguntó mientras veía la nave surcando los cielos: “Todo fue una engañifa, ¿verdad?”. Una voz conocida le respondió sonriente: “Los perdedores tienen derecho a imaginar un final distinto”.


Kanquigua

miércoles, 27 de agosto de 2014

La nariz de Dante

Las luces fluorescentes parpadeaban hacia todas direcciones, aumentaban el sofocante calor y me obligaban a beber otro trago de la pócima que tenía enfrente. No era adepta a ese tipo de lugares: un bar estruendoso en medio de la noche, ése era el último sitio dónde me iban a encontrar. Pero gracias a Janet, mi amiga recién graduada, caía en la burla de mi voz interior. Janet me había pedido (casi obligado) que la acompañara (¡aunque toda la noche había bailado con desconocidos!), que fuéramos a festejar, que no la podía dejar sola (y aquí es cuando me siento imbécil). Miré alrededor como por el visor de un submarino y regresé la mirada al vaso que sostenía en mi mano izquierda sobre la barra…” ¿Qué hago aquí?. Una figura de yeso me miraba con expresión de espanto. Dante, mi “sommo poeta”. Era una pequeña escultura, un busto de 25 cm que había terminado en mi taller artesanal esa misma tarde. Por la premura en la invitación de Janet no tuve tiempo de dejarlo en otro lado. “Mírate” pensé. Yo, sola en la barra con una copa de no sé qué en una mano y en la otra un Dante pálido escupido de luces de colores. “Debo verme como la más ebria del lugar”. Sacudía la cabeza para deshacerme de la imagen y concluí en mi huída. El trago que seguía en mi mano estaba a la mitad. Me acomodé nuevamente, llevé el vaso a mis labios y bebí hasta dejar solamente los hielos tintineando. “El vino siembra poesía en los corazones” ¿verdad mi Dante? “Listo, ya está”. Me levanté y dejé un billete en la barra, busqué a Janet entre la multitud y dije adiós agitando la mano. De pronto apareciste tú (sí, es tu entrada triunfal), tambaleándote como si fueras a caer. Me miraste con ojos de cristal y sonreíste. “Qué asco” pensé. –Hola- dijiste entrecortado. –Adiós- respondí rápidamente y alargué la mano para tomar a Dante y salir corriendo. –Oye espera- dijiste y me tomaste del brazo, pero en una sacudida empujaste a Dante y cayó de bruces en la barra. -¡Ay no!- creo que eso fue lo que grité. Levanté mi escultura de yeso y vi como su nariz se había desprendido del rostro. “Me costó tanto trabajo” pensé mirando la pequeña nariz en mi mano. –Perdóname -dijiste- no fue mi intensión, ¿tú lo hiciste?, es Dante ¿no?, en verdad fui un tonto…perdón, yo no quería…- Y seguías hablando, pero ya no de la forma torpe con la que te acercaste…no estabas ebrio ¿verdad?, ¿qué pretendías? ¿Pensaste que yo estaba ebria? Tal vez eras como yo,…querías dar la impresión de estar en ese lugar. Y seguías hablando…creo que me enamoré de ti en ese momento. ¿Que qué impresión me diste?...no lo sé, creo que pensé “He encontrado a alguien extraño… ¿un hechicero? pues ha transformado todo, incluso convirtió a Dante en la Esfinge de Guiza. Ahora me llevará al infierno y luego volará conmigo hasta el paraíso. Y seguías hablando…Sí, el primer recuerdo que tengo de ti, mi amor, es la nariz de Dante.


Rebeca Álvarez Rojas

Inercia

A los ocho años, en medio de una fiesta, me acerqué a la mesa donde estaba sentado papá. En voz baja y con palabras propias de mi edad, le pregunté al oído cómo hacía un avión para fijar su trayectoria sin que el movimiento de la Tierra lo afectara. Papá se rió. Se lo contó a mamá y a unos cuantos amigos que estaban ahí con ellos. Todos se rieron a carcajadas como si yo no estuviera presente. Mirá lo que se te ocurre, dijeron a coro, y siguieron bebiendo y hablando de sus cosas como si nada. Lejos de intentar  responderme cada tanto alguien sacaba a relucir mi pregunta y de nuevo estallaban las risotadas en el rincón más concurrido del living.
          Esa noche terminé encerrado en mi pieza, de cara a la pared, haciendo casitas con un mazo de cartas. Tardé diez años en dar con la ley de inercia, sus fundamentos y aplicaciones, y unos quince años más en tener una charla franca con mis padres. Otra cena me sirvió de pretexto. Esa vez di algún que otro indicio certero del giro que había tomado mi vida. Papá no aprobó ni refutó nada. Mamá, que lavaba los platos, llorisqueaba inmersa en un ataque de hipo. Simulé un malestar que no sentía y volví a la carga con todo: No es algo que hubiera podido decidir, dije, y lancé la pregunta como una trompada: ¿Cómo hicieron para aguantar tanto tiempo? Somos animales de costumbres, contestó papá, cayendo en el pozo de los lugares comunes.
          Aproveché el hueco de silencio para ponerme de pie. Tomé un último trago de whisky y me fui sin saludar ni agregar nada. Ya en la calle, prendí un cigarrillo y miré al cielo. Noté que la luna se había movido bastante, estaba bien arriba, casi en línea recta sobre mí. Me entretuvo el parpadeo quieto de las estrellas, el titilar brillante y móvil de un avión en plena noche. Tal vez los astros encierren alguna verdad, pensé, y dejé que las calles me condujeran insomne donde las buenas costumbres no tenían cabida.


Loetmol

martes, 26 de agosto de 2014

El perfume

La cosa se puso fea: Ella. Un perro. Un callejón. Aquello no parecía tener salida. Si ya se lo decía su madre una y otra vez en cuanto la veía con esa ropa que calificaba de 'cualquiera': ¡Algún día te van a comer los perros de todo lo que enseñas! Ella, por supuesto no había hecho ni caso y en consecuencia tenía delante de sí un perro lleno de babas enseñando sus precioso dientes afilados. No tenía mucha idea de perros ni sabía la 'marca' como ella lo llamaba, solo se imaginaba la tremenda cicatriz que aquella aparatosa mandíbula le iba a dejar. ¡Y no hablemos de la rabia! Porque ese perro seguro que tenía algún tipo de enfermedad incurable y si encima le atacaba en la cara no podría ni mirarse al espejo ni salir a la calle con esa cara de fea. ¡De fea, o sea! Lo primero que se le ocurrió fue taparse la cara y encogerse como si se estuviera haciendo pipí. Una idea brillante ya que sus manos, al parecer, eran de acero y contener la vejiga haría que el animal se apiadase de su alma, pero al parecer aquello no funcionó. Después de un momento de máxima tensión decidió quedarse quieta, quejosa y exhalando el oxígeno de dos o tres hectáreas del amazonas hasta que la hiperventilación se convirtió en un sollozo para pasar a ser un chillido muy agudo seguido de un llanto de niña malcriada. “Pobre chica” estaréis pensando, pero el animal no pensó lo mismo. De hecho no pensaba absolutamente nada. Los gritos de la chica se debían escuchar en una o dos manzanas al rededor, lo que hizo que los vecinos y transeúntes cercanos se parasen a mirar la situación. En vez de ayudar la gente se acercaba, se paraba y a carcajada tendida se meaban literalmente encima. –¡Por qué os reís!– gritó la chica.
Todos seguían riendo y riendo. Lo que esta chica no sabía es que en un intento de seducir a los mancebos de su barrio con su nueva colonia, a quien realmente atrajo realmente fue a ese perro, ya que su perfume tenía unas potentes feromonas de animal de las que el perro no podía escapar. Esto le causó una tremenda erección al perro que hizo a los vecinos y demás gente fijarse en cuál era la 'rabia' real del animal con esa chica. Al fin y al cabo tampoco le faltaba a su madre razón.


Daniel Priego

lunes, 25 de agosto de 2014

Bon appétit

El primer ingrediente siempre es el mismo, un telegrama con cuatro palabras: "cena a las diez”. Y siempre dirigido a la misma persona. Después, chalota, picada con cuchillo, fina como la nieve. Y alcaparras, por supuesto: las especiales de Armand, recién traídas de Beaucaire; apenas diez kilos de producción al año, repartidos con cicatería de avaro entre un puñado de clientes. Pimienta... Salsa Worcestershire... Unas gotas de Pionneau 1969...
Suena el timbre de la puerta. Ah, el ingrediente principal.
— Telegrama para el doctor Lecter, del doctor... ¿Lecter?
El cartero vuelve el sobre, perplejo, sin percatarse de que he dado un paso hacia él. Es joven y atlético. Magro. Perfecto.


Canfango

Abeto y flamboyán

Antes tu balcón podía verse desde el mío, ¿cuánto tiempo las ramas de un flamboyán demoran en crecer un par de metros? El necesario para olvidarnos de quién soy. ¿Te das cuenta?, nuestros hijos no podrán jugar siempre juntos como hacíamos nosotras. Sí, enseguida lo he notado. Entonces, ¿para qué los has traído? Míralos, se divierten con los tuyos al pie de nuestro árbol. Tus raíces son las de ese árbol, no las suyas; las suyas serán acaso las de un pino, ¿hay pinos donde viven? Hay abetos, los abetos son los árboles de navidad. Nosotros también tenemos navidad. Pero con árboles de fantasía. ¿Habrá algún lugar donde los abetos y los flamboyanes crezcan juntos? No lo sé, los abetos crecen mucho más. Quieres que tus hijos se parezcan a ellos, y sin embargo le muestras la belleza de los árboles más bajos. Tengo miedo, después podrían no reconocerme. No lo harán, no permitas que acaben tomándonos cariño, tu casa ahora está entre los abetos. Pero yo estoy detrás del flamboyán.


Gretel Quintero Angulo
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La siguiente la pago yo por Rick, Diógenes de Sinope y Albert se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.