No conseguía centrar la atención.
Tal vez fuese la edad. La inexorable pérdida de facultades
que hace que la inseguridad se instale cómodamente en el sillón más mullido de
tu cabeza, y se ponga a hacer zapping con tus pensamientos
Tal vez esa leve depresión con la que se había acostumbrado
a convivir y de la que, prácticamente, ya era pareja de hecho.
Tal vez, porqué no, era tan sólo que el mundo, que se movía
a una velocidad que él no era capaz siquiera de concebir, le había adelantado
vertiginosamente por el carril de la derecha.
Tal vez era un problema semántico. No entendía nada de lo
que decían sus padres, sus hijos, su mujer, sus compañeros, sus amigos. Y
menos, cuando ponía en relación las palabras con los hechos. Aunque, en
realidad, lo más preocupante es que tampoco era capaz de entenderse a si mismo
ni en el pensamiento, ni en la palabra, ni en la obra ni en la omisión. Era el
pasajero de una nave con origen y destino en la estación “Incomprensión”.
Tal vez era ese dúo estático que forman la certidumbre y la
incertidumbre. La certidumbre de la muerte y la incertidumbre de la fecha. La
certidumbre del agotamiento y la incertidumbre del propio límite de
resistencia.
Tal vez tan sólo era fatiga. Fatigado de luchar, fatigado de
rendirse, fatigado de perder, fatigado de rehacerse, fatigado de continuar por
no encontrar más salidas y fatigado de sentirse tan inmensamente fatigado.
Tal vez era una cuestión de saturación. Saturación de
obligaciones, de rutinas, de monsergas, de peroratas vacías, de costumbres
absurdas repetidas hasta el infinito, de consejos, de observaciones, de
indicaciones, de informaciones casi siempre contradictorias, de reprensiones,
de cariños monocordes, de inquinas huecas, hasta saturación de indiferencias.
Saturación que había convertido la sustancia de la que estaba hecha su alma en
algo parecido a las aguas del Mar Muerto, donde nada alcanzaba a hundirse y
quedaba condenado eternamente a vagar siempre en la superficie.
Tal vez era que su existencia se había transformado en una
plataforma de atracción de feria, con planos que se mueven en todas
direcciones, desafiando al equilibrio, y que, desde hacía ya tiempo, no tuviese
forma de fijar un rumbo, a falta de un punto fijo sobre el que calcular la
trayectoria.
Y, si por un instante y contra todo pronóstico, conseguía
que todo quedase inmóvil, y justo en el momento que trataba de oprimir el Otón
rojo que detenía el centrifugado vital, sonaba un teléfono, o una alarma, o
alguien gritaba. Y el proceso se reiniciaba.
Por eso, cuando cesó la sacudida y el ascensor se quedó
atascado entre el quinto y el sexto, a esas horas de la noche, ni por un
momento pasó por su cabeza accionar el pulsador de auxilio. Se sentó en el
suelo, se encendió un cigarrillo y estableció un orden de materias de
importancia, de mayor a menor, sobre las que reflexionar. Empezó por el sentido
de la vida. ¿Demasiado complejo? Por primera vez en mucho tiempo, no había
prisa.