martes, 24 de diciembre de 2013

Mi primera vez

El 15 de febrero me encontraba regando las plantas de la madre superiora Guillermina, cuando una de las amigas de Bertha me entrego lo que parecía una carta y si efectivamente lo era, “te tengo una sorpresa atte: Bertha”, no pude trabajar de la emoción que sentía, me la pase esperándola en el jardín donde acostumbraba pasear , más nunca la vi, así que regresé a la casa de Fidel. No se pueden imaginar cual fue mi sorpresa al ver a Bertha adentro de la cabaña, me puse erguido enseñando el pecho para ocultar el miedo que sentía, ella por su parte me dijo que muy pronto se convertiría en monja, lo que me decepciono, sin embargo al querer voltear ella prosiguió y me dijo que quería experimentar el amor antes de dedicarle la vida a dios. Se quito el uniforme   dejando ver sus atributos, después dejo caer su brasier y su ropa interior, nunca había visto tanta belleza, Bertha era absolutamente una diosa: su pelo se movía de un lado a otro como queriendo ocultar sus senos, que eran  pequeños, altos y puntiagudos. Bien dicen que todos tenemos nuestro propio infierno y paraíso personal, ese momento fue mi paraíso y por solo una vez en mi vida me sentí completo, fue una sensación totalmente maravillosa; mi pecho con su pecho, sus piernas sostenidas por mis manos y los pajarillos cantando sin cesar. Apenas habíamos pasado media hora abrazados el uno junto al otro, en el momento en que entro Fidel moviendo su machete amenazadoramente. Yo por mi parte salí corriendo como burro sin mecate, despidiéndome apresuradamente de Bertha, mientras fidel trataba de alcanzarme, aunque  al final se canso y termino por dejarme huir. Ahora que haría ya no podía volver al convento y solo tenia unos cuantos pesos que servirían nada mas para comer durante una semana.  Regresé al convento a dar el ultimo adiós y me sorprendió ver a una alumna esperando en la entrada, me acerque para verla y era Bertha;  con su playera sucia y su brasier chueco.  La salude intentando poner cara de preocupación, luego ella me abrazo  y sentí la calidez de su cuerpo que se encendía al igual que una vieja llama, que solo revive para dar un ultimo suspiro.  Me contó que la iban a expulsar del convento y que sus padres se encontraban hablando del incidente con la madre superiora, yo por mi parte le dije que no sabia que iba a hacer ahora que saldría del convento. De pronto senti una mano firme en mi hombro; era el padre de Bertha un hombre  alto, con una frente pronunciada, de ojos verdes, cabello negro y tez blanca. Con su gran mano me iba guiando afuera de las instalaciones del convento, mientras yo me comía las uñas del miedo...


Blackyunkel

lunes, 23 de diciembre de 2013

Burbujas mentales

Y mi cuerpo y mi mente estaban separados, aunque unidos por un fino y frágil hilo de tela de araña que los conexionaba y permitía que mi energía mental hiciese de funambulista hasta llegar a mi cuerpo y proporcionarle sensaciones que ya habían entumecido.
Los voltios de mi cabeza empezaban a aumentar y yo no sabía muy bien cómo afrontarlo, mi corazón expulsaba fluidos, expandiéndolos por mi cuerpo cada vez con más frecuencia y los pensamientos comenzaban a invadirme súbitamente, mezclándose unos con otros, entrelazándose y perdiendo la cohesión inicial del motivo por el que habían llegado, no me dejaban pensar, se habían tomado el permiso para jugar conmigo y conseguir que mi atención solo estuviese enfocada hacia ellos, perdiendo la conexión con el entorno del que se suponía que formaba parte. Las voces eran simples palabras sueltas sin núcleo de unión que dejaban de oírse en la espuma del agua revoltosa que me rodeaba, cada una de las pompas que formaba la espuma me acariciaba, me daba placer para morir después estallando contra mi piel.
Estaba tan arrugada que resultaba incluso doloroso, mi cuerpo había sido capaz de absorber tanto agua que pensaba que al salir tendría que colgarme con un par de pinzas en la cuerda del tendedero. En verdad me gustaba la idea de zarandearme, colgada de los tobillos, al viento, al aire de madrugada, así mis pies que siempre han tenido la cabeza muy en el suelo podrían observar las estrellas que al igual que yo se bañaban en el cielo y hacían gala de su ego cubriéndolo todo con un manto kilométrico. Algunas, se cansaban de soportar el peso del mundo y se lanzaban desde lo más alto, desintegrándose con la velocidad y la adrenalina que produce la caída libre.
Abrí los ojos ya abiertos y me hallé en el infierno, en ese sitio caldeado, sentía el vapor empapando mi cuello, remojándome en una caldera, junto a otros diablos, vampiros, hombres lobo y centauros. Conversábamos satíricamente acerca del cielo, burlescos reíamos de la banalidad de la vida en el erróneo apodado paraíso.
El escenario volvió a cambiar, y mi mente se entrometió tanto por los recovecos neuronales que comencé un camino sin hacer movimiento alguno por las partículas que lo forman todo, tocaba con mis dedos la materia llena de música y de aire, de vapor y de aliento, de tierra y de sabor. Y lo mejor era que todo el mundo allí reunido, debía sentir lo mismo, y que por lo tanto podías dejar desbordar la insania que ya rebosaba en estado de ebullición.
Incapaz de seguir una conversación, iba y venía flotando sobre las voces vírgenes, que emanaban tal cual de las gargantas y cuyas palabras no eran sometidas a ningún proceso de selección, por eso me gustaba intentar escuchar, porque nos convertíamos en una asamblea griega informal. En el Ágora como en nuestra asamblea particular, cogito ergo sum.


Lorelai Sogni

sábado, 21 de diciembre de 2013

Isabella y su relato hiperbreve en idioma marciano

Isabella deseaba con ansias participar en un concurso de microrrelatos. El problema era que ella sólo sabía leer y escribir en el idioma de los marcianos, pues fue criada por éstos en una montaña del país de “Nunca Jamás” desde que perdió a sus padres en un accidente aéreo cuando tan sólo tenía 3 años.
Peter Pan la rescató y se la entregó a unos seres amables que habían llegado del planeta Marte buscando asilo politico y aprovecharon la coyuntura para lujuriar a Wendy.
Aquella noche de luna llena, la vida de Isabella dio un giro radical. Campanita, quien ha logrado aprender el idioma extraterrestre a través de la magia, la despertó para darle la gran noticia de que había descubierto en google el “Concurso de Relatos Hiperbreves Ma Non Troppo” cuyas bases autorizaban presentar los microcuentos en español o en marciano.
Isabella se levantó con ímpetu, toda ojerosa, pero colmada de euforia. ¡Al fin había encontrado la oportunidad que había soñado desde hace más de 20 años!
De inmediato encendió su laptop y buscó entre sus archivos de word el siguiente minicuento fantástico:
“++`--ичегª=/
“”/(%$··?’’’’^^^^ потеряете ************¨¨¨¨ничего *****+++¡’¡ººººººº+º+ºº´º´º´ººº J J ´L´+`___1ºº85098--º¡1’¡’º¡º1’¡º目的复习一组采用玻璃12345678910 ¡QUE LA FUERZA TE ACOMPAÑE!…
Lo envió de prisa a la dirección proporcionada, siguiendo las instrucciones al pie de la letra. Ahora sólo espera el fallo, confiada en que los organizadores lograrán hallar a Obi Wan Kenobi para incluirlo entre los miembros del jurado y así emita su opinión marcianística.
La ventaja es que Garfio, que le tiene unas ganas tremendas a Isabella, le juró que de no resultar ganadora, robaría la filosa espada de Peter Pan para presentarse el día de la ceremonia de premiación y con todo su odio y venganza, cortarles los genitales y las tetas a los jurados, incluyendo a una tal Úrsula que para su cumpleaños número 45 no le sirvió postre al despiadado pirata.
Isabella no quiere que ocurra ninguna desgracia, por eso vive día y noche orando para que la declaren ganadora por decisión unánime. Ella confía que así sera, pues está completamente segura de que no existe ni existirá cuento alguno con mejor calidad literaria que su relato hiperbreve en idioma marciano.
El día que obtenga su premio, invitará a todo el país de “Nunca Jamás” a celebrar con unas cervezas en el bar de Moe en donde Homero Simpson bailará “Gangnam Style”. Será una fiesta muy divertida. Después de que cada quien beba su primera botella, Isabella se prometió a sí misma, gritar con toda la emoción de su corazón ¡LA SIGUIENTE LA PAGO YO!


Annabel Miguelena

jueves, 19 de diciembre de 2013

El espacio

Cuando de niña leía a Verne no imaginaba que esto de llegar al espacio podía ser tan complicado. Además, un señor parecido al muñequito de Michelín había llegado ya a la luna, que lo había visto yo en la tele en casa de mi amiga.
Quería yo viajar al espacio? Qué y a quién  me iba a encontrar? Merecería la pena?  Yo era una personita curiosa pero tenía mis miedos, la oscuridad, los otros, yo misma.
Crecí, aunque ahora no sabría  decir cuánto. El caso es que al mismo tiempo que olvidaba esto del espacio sideral me iba dando cuenta que había otro espacios, aunque les llamaba sitios, en la mesa, en clase, en el equipo de vóley,…. Me colocaba y estaba bien, todo colocado, todo en su sitio.
Seguía leyendo y esta vez fue la señora Wolf la que me hizo pensar sobre los sitios, los espacios. Ella, mujer en el mundo masculino de los escritores de su época, necesitaba su espacio, una habitación propia, para pensar, para escribir. Yo, que la leía en mi cuarto, sentía que en esa “isla” tenía mi mundo, mi espacio y no quería perderlo, otra vez los miedos.
He sido capaz de cambiar de cuarto, no una sino varias veces. A veces he encontrado mi sitio y he sentido que mi espacio podía estar en otras “islas”, una playa solitaria, una montaña nevada, un banco del Retiro, la barra de un bar, que se yo….
Viajar al espacio puede ser tan sencillo y tan complicado a la vez. A veces sólo lo buscas y esa búsqueda puede ser tan angustiosa, de nuevo vuelven las preguntas, quieres hacer el viaje?, merecerá la pena? Qué y a quién vas a encontrar?
Siento que Virginia no encontrara ese espacio que buscaba. Yo ahora, me voy dando cuenta de que lo importante es ser capaz de seguir viajando a pesar de los miedos y de que esos espacios que encontramos aunque sean fugaces o efímeros siempre merecen la pena.


Victoria Marcos  

miércoles, 18 de diciembre de 2013

Suerte para Joel

Mi nombre es Joel y soy, o más bien era, un cazador de fantasmas. Ahora estoy muerto y quieren cazarme. Irónico, ¿no? Pues sí, soy un fantasma y solo puede ser por una razón. ¿Adivináis cuál es? Claro que sí. Como todo buen fantasma, tengo un asunto pendiente y no puedo irme hasta que lo zanje. Solo hay un inconveniente; no tengo la más mínima idea de qué es lo que me ata aún al mundo de los vivos. De cuál es mi cabo suelto. Lo que es un verdadero fastidio, porque ser un fantasma no es nada divertido. La gente te atraviesa como el aire y sientes sus intestinos donde antes tenías los tuyos, su cerebro donde estaba el tuyo y sus pensamientos se mezclan con los tuyos. Es un verdadero incordio. Pero si esto no os parece gran cosa, aún hay más. Marson, el que por 4 años ha sido mi… ¿cómo decirlo sin resultar cruel? Digamos que poco hábil ayudante en la caza de fantasmas, tras mi muerte parece haber florecido, resurgido de sus cenizas cual ave fénix para vengarme. Y lo que resultaba ser un estorbo en mis cacerías de transparentes (así llamaba a los muertos cuando estaba vivo y ahora veo que es bastante ofensivo. Es decir, los muertos no somos así porque nos guste… que me voy del tema), como os decía, Marson, que siempre había entorpecido mi trabajo, ahora es un auténtico cazafantasmas. Ya solo se dedica a cazar ¡A cazarme a mí!
No me malinterpretéis, estoy orgulloso de él. Le he visto en acción y tengo que decir que es casi tan bueno como yo…, puede que mejor. El problema es que él cree que ayuda a los muertos a cruzar, ¡qué carajo!, yo mismo creía que los ayudaba, pero en realidad (y esto ha sido un desagradable descubrimiento, creedme) es que literalmente nos aniquila. No cruzamos ni volvemos, sino que somos enviados a la Nada. Dejamos de existir. Lo he visto con mis propios ojos (metafóricamente hablando). La cuestión es que, por muy mal que se viva como fantasma, siempre es mejor que desaparecer.
A este paso, va a cazarme antes de saber qué tengo por hacer. A no ser que… ¡Claro, debe ser eso! Oh, qué ciego he estado (de nuevo, hablando metafóricamente). Solo me queda una cosa por hacer. En vida, inconscientemente, mandé a muchos transp… quiero decir, fantasmas… envié a muchos fantasmas a la Nada. Así, entiendo que es mi misión evitar que Marson haga lo mismo. Ese es mi cabo suelto y ya sé cómo atarlo… Si todo sale bien, en otra ocasión os contaré cómo morí.
Por cierto, desearle suerte a un fantasma nunca está de más.


Natalia Hammedi Tenaguillo

martes, 17 de diciembre de 2013

Callejón sin entrada

No siempre encontraré el camino a casa. Aquel laberinto de asfalto logra seducirme de tal manera que corrompe mi norte, me deja siempre anonadado, como un viajero en una ciudad desconocida.
No aspiro a que se comprenda éste amor infame, ésta agridulce recompensa de la pobreza.
Pero me siento con el deber, ¡siempre con el deber!, de reivindicar su carácter, su difamada reputación.  Sé que tengo que hacerlo pues ha sido mi hogar y mi familia durante toda mi vida, estoy seguro que así cómo fue mi partera, en algún momento será mi verdugo. Por eso sacaré de contexto a éstas calles. Les quitaré la responsabilidad.
Las veo en sus reflejos, tan inmensas, tan ajenas, que es imposible amarlas, tan sólo admirarlas, tan sólo recorrerlas y sentirse más propio, más íntimo, más solo.
Mi vida es un secreto entre ellas y yo, entre sus charcos y mis charcos.
Al amparo de sombras y delitos, la miro maravillado, la miro rabiosamente, violentamente.
La recorro furioso, buscando esa seña, esa inmensa diferencia conmigo, y no la encuentro, y no comprendo así que huyo asustado. Y me siento hecho de asfalto, de alcantarillas, de basura. Y me pregunto, si son las calles las que siempre me han recorrido a mí.


Juan Felipe Méndez

lunes, 16 de diciembre de 2013

Luna llena rojo pelo

Era la hora del silencio, de la caída del sol, esa en la que se recogen los seres diurnos y se están por  animar los nocturnos. El cazador pule su arma, la ajusta, controla la mira, carga las municiones; mientras  los halitos brumosos provocan a la raposa  que se estira, huele y comienza a deambular por la floresta agotada de sol.
El cazador suelta los lebreles y parte, de pronto vislumbra un  pelaje encendido entre los arbusto lo que desencadena que ambos, raposa y cazador, corran y se escondan, hundiéndose  en el paisaje cercado de  ladridos. 
Ella ya siente el regusto ácido de la carne magra, él presiente el placer de la bala acertada. Ella se escurre bajo el intrincado cañaveral, él se trepa a las ásperas rocas. Ella hesita su agitado resuello, a él lo cala la resudación. Ella salta la cristalina poza, el cae en el pegajoso fango.
Ya el corto atardecer termina, ya el reflejo de la luna llena los sorprende, ya es tarde para ambos. Él aspira el aroma a hembra, ella jadea por el olor a macho.
En los ojos del cazador se plasma el  espanto primero y segadamente una incontinente pasión, el arma cae de sus manos a la par que cae presa su alma; allí en la curva del camino está ella, la hembra salvaje, la “Zorra”, atronada por aullidos.


Alicia Dorato

viernes, 13 de diciembre de 2013

Escenas domésticas

Se quedó parado frente al ventanal apretando las monedas en su mano.  Vio dentro señores de gabardina con periódicos bajo el brazo, tazas humeantes, tertulia en las mesa del fondo y novios compartiendo el menú de degustación.  Nunca había entrado solo en el bar pero empujó la puerta y cruzó al otro lado del escaparate.  Todo por volverla a ver.  Temía sentir las miradas de sus vecinos en la nuca, que las parejas se volvieran hacia él, ser descubierto.  Pretender decir no estoy pero que su chubasquero amarillo chillara más.  Se acercó a la barra y la observó en la distancia.  Tenía unos veinticinco y le sonreía sin vergüenza desde el quicio del reservado.  Quería y no quería hablarle.  Traía una bandeja vacía y se detuvo a su lado.  Extendió hasta ella su mano abierta con las monedas en el centro y no pudo sino confesarle:
“Mi papá dice que el cambio se lo has dado mal”.

Leoni

jueves, 12 de diciembre de 2013

El hilo del Minotauro

Sentada a un lado de la estufa Ariadna tejía arduamente cada noche…. A su lado en cómodo lecho de franela y paja dormitaba el pequeño concebido en los días de cautiverio en aquel inhóspito lugar que ahora les servía de morada. Ella tejía tranquilamente como cada día, sin mas preocupación que la de trenzar y trenzar y velar el sueño de su crío. Tejía y tejía y el hilo iba viajando por los suelos y se estaba agotando. En un momento en aquel silencio sepulcral, se oyó un alarido desesperante y el crío despertó del cálido sueño………Era el Minotauro, el carcelero de ambos, que a su regreso había perdido el camino en el laberinto. Ariadna había usado todo su hilo guía en su cotidiano tejido.

Cecilia Dayana Rosales Prieto

miércoles, 11 de diciembre de 2013

Protector de los viajes

Esa mañana llegué a la estación de tren más temprano que nunca. Me senté a esperar el servicio local de ocho y cuarenta y dos, en uno de esos bancos de listones de madera que hay en el andén. Me dio la impresión de que un pibe se persignaba al pasar por donde yo estaba. Luego una mujer hizo lo propio mientras me echaba un vistazo. Debo admitir que me sentí incómodo y por eso decidí prestarle mayor atención a aquello que estaba sucediendo. Fue entonces cuando una señora de mediana edad detuvo su paso unos instantes, entrecruzó los dedos de sus manos y, cerrando sus ojos, murmuró una plegaria. Luego una madre le recordó a su hijo pequeño cómo santiguarse en mi presencia. Yo seguía sentado sin atinar a hacer nada. La situación me superaba poco a poco. Arribó el tren de las ocho y treinta y un mar de gente saltó sobre el andén. Fueron varias las personas que a su paso me regalaron un gesto de respeto, unas palabras secretas, un saludo fugaz o simplemente la señal de la cruz. Comencé a pensar que si tanta gente me demostraba su fe, sería por algo, y que yo no era quién para desairarlos. Así que a cada persona que se manifestaba, decidí devolverle un gesto de aprobación, una sonrisa. Una pareja mayor se acercó hasta que quedaron ambos enfrentados conmigo. Ella lo ayudó a poner rodilla en tierra. Su cara quedó a la altura de mis rodillas. Dijo unas pocas palabras mirando al piso. Quise posar mi mano sobre su cabeza pero no me animé. Se levantó con esfuerzo y se fueron tan juntos como habían llegado. Comencé a creer que se trataba de una señal que yo debía seguir. El destino tiene sus propios caminos y, tal vez, estaba asistiendo al comienzo de una nueva etapa en mi vida: dejar de acumular para empezar a dar. Aquella mujer de negro me cogió sumido en mis propias cavilaciones. Traía en sus manos un ramito de flores frescas, arrancadas quizás de algún jardín cercano. Ella se animó a hablarme en forma directa. Me pidió permiso con sumo respeto y yo, por supuesto, se lo di. Levantó las flores por encima de mi y, como relámpago vino a mi mente aquella ceremonia de monjes tibetanos ofrendando a sus seres santos. Me incliné levemente hacia adelante y la dejé hacer. Cerré mis ojos esperando la lluvia de pétalos sobre mi cabello. Sentí como el aire se desplazaba sutil al pasar sus manos. Nada sucedió. Abrí mis ojos nublados por la emoción y la vi alejarse con las manos vacías. Me quedé sentado tratando de descifrar aquel mensaje. Busqué ayuda elevando mi vista al cielo, implorando por alguna respuesta. Rendido, apoyé mi nuca sobre el respaldo del banco y volví a ver las flores. Suspendidas sobre mi cabeza. La extraña dama las había dejado en un florero a los pies de la Virgen de Luján.


Gustavo Adolfo Fracchia

martes, 10 de diciembre de 2013

Itatay

A mí me parece que el niño huele a cebollas, como su madre. Es el olor de la cocina, de sus manos morenas picando verduras. Ese olor lleva tantos años pegado a ella que se le ha metido en el cuerpo. Su nombre verdadero es Itatay, pero mi mujer prefiere llamarle Rosa. Le llamamos así desde que llegó a trabajar a nuestra casa, cuando era casi una niña. Yo le llamaba Rosita, la pobrecilla no era capaz de mirarme a los ojos pero me resultaba graciosa,  con su nariz chata y sus ojillos huidizos, tan callada como una sombra, con su olor  a cebollas. El día que nos dijo que estaba embarazada no nos tomó por sorpresa. Celina ya me lo había dicho, que la veía rara. Yo no me lo creía, qué cosas dices mujer, si es casi una niña. Pero mirándola bien, mi mujer tenía razón, comenzaba a usar la blusa por fuera y el delantal sin ajustar. Un día mi esposa se lo preguntó: «Rosa, no estarás embarazada, ¿verdad?». Solo le respondió mirándola con sus ojos rasgados, pero no dijo nada. Yo no pensé que fuera un problema, pero Celina me hizo pensar en ello. Lo primero que se le ocurrió fue despedirla,  pero, ¿de qué va a vivir la pobre muchacha? No era nuestro problema, pero tampoco podíamos dejarla sola. Celina sugirió adoptarlo. «¿A estas alturas?» —le pregunté. No tenemos veinte años, alguna vez pensamos en tener hijos pero no pudo ser y ahora estamos bien así. Creí que nuestro tiempo de ser padres había pasado.
Rosa no lo pudo ocultar mucho tiempo más. La tarde en que finalmente nos lo dijo Celina y yo estábamos en el comedor.  Rosa entró de pronto, su olor a cebollas entró con ella. Se había quitado el delantal y venía con la cara y las manos lavadas, pero el olor lo tiene incrustado en la piel. Estaba nerviosa, le temblaba la barbilla y cruzaba las manos sobre su abdomen. Celina se le acercó. Lo tenía decidido y no me quedó más remedio que seguirla, como siempre.
— No te preocupes, muchacha —le dijo con dulzura—, sabemos que no puedes con esto tú sola.
Rosa levantó la mirada y Celina le pasó las manos por la cabeza, comprensiva, casi cariñosa.
— Nosotros cuidaremos a tu niño como si fuera nuestro.
Rosita comenzó a llorar, reprimiendo sollozos tan fuertes que le agitaban el cuerpo.
Rosa pocas veces dice más que «sí, señora» o «no, señor», pero esta vez preguntó con su vocecita:
— Y yo, ¿me puedo quedar también?
Celina se retiró un poco.
— No, Rosa, tú no te puedes quedar. Quédate con tu gente. Estamos quitándote ese problema.
Ella miró el suelo, las lágrimas escurrían por sus mejillas pequeñas y le caían en el vientre abultado.
Celina la llevó de regreso a su pueblo. A Rosa no la volví a ver hasta que nos avisaron que podíamos ir a recoger al niño. Es moreno y pequeñito, como ella. Su pielecita oscura contrasta con las manos blancas de mi esposa cuando le acuna. Yo estoy contento,  pero a veces recuerdo a Itatay y no sé por qué, siento ganas de llorar.
Celina se ve preciosa como madre, pero a mí me parece que el niño huele a cebollas.


Silvia Flores

lunes, 9 de diciembre de 2013

Una vida juntos

Decidieron salir a dar un paseo al campo. Era una mañana soleada, cálida. Hicieron el recorrido habitual y se sentaron en el viejo tronco que tantas conversaciones había escuchado. Hoy María estaba especialmente silenciosa, algo le andaba por la cabeza. Antonio iba a preguntarle, aunque algo le distrajo. Un reflejo a lo lejos le llamó la atención. Lo miró fijamente. María se dio cuenta y también miró. Como hipnotizados se levantaron y encaminaron hacia él. Iban absortos. De la nada apareció un perro enorme que se metió entre ellos haciendo que María casi cayera al suelo si no hubiera sido por los reflejos de Antonio al agarrarla. No pudieron reconocer al perro, había desaparecido. Recuperados del susto siguieron su camino. Era una zona desconocida para ellos, nunca se habían adentrado en esa parte del bosque. Se hacía espeso y tuvieron que sortear numerosos troncos caídos agarrándose el uno al otro haciéndose más lento su avanzar. Tomaron un descanso para recuperar el aliento. Se oía el rumor del río tropezando con las rocas. Observaron lo ancho que era y no había forma de vadearlo. María estaba cansada, para qué seguir. Ya estaban lejos de casa, cada vez se ponía más difícil y, al fin y al cabo, seguro que aquel brillo que les llamó la atención y les intrigó sería una tontería. Volvamos, propuso María. Antonio tardó en contestar. Se está rindiendo, pensó. Venga, ya estamos aquí, hagámoslo juntos, le dijo con una media sonrisa. Ella le miró fijamente, suspiró. Se tomó un momento para decidir. Alzando la cabeza, le cogió la mano y dejó que él la guiara.


Ramita de laurel

viernes, 6 de diciembre de 2013

Fanatismo cosmetológico

A mi mamá y a mi abuela lo del casamiento de Juan les pegó mal. Están excitadas por demás. Entre otras cuestiones, desde hace unas semanas se  preparan para el gran evento con Silvia, una cosmetóloga. Las dos están chochas, les hace limpieza de cutis, les aplica máscaras, les hace drenaje facial y yo qué sé. Encima parece ser que Silvia es copada y divertida, y la ven todos los viernes. La pasan tan bien que todas las chicas de la familia también queremos  que Silvia nos atienda.
Pero el viernes pasado, de buenas a primeras, Silvia tira esta bomba: lavarse la cara con jabón Dove es malo, muy malo. Parece ser - al menos eso dice Silvia - que el Dove está hecho de crema pura. Además, después de lavarse, una suele hidratarse con más crema. Crema sobre crema sobre crema. Entonces deviene la debacle:  se empiezan a tapar los poros, se hace una capa letal sobre el cutis y la piel te queda, en términos cosmetológicos, cementada; parece linda, pero estás al borde del abismo, o, como mínimo, a escasos minutos de que te llamen para hacer de ser siniestro en el trencito del terror...
¡Hay que tener mucho cuidado, amiga! Yo, ni bien me enteré de esto, tiré  el maldito Dove y le entré a dar al jabón de glicerina. Mirá si la cara me queda cementada y después, para hacerme una limpieza de cutis, tienen que llamar a un exorcista? En vez de sacarte un punto negro, te apunta con una cruz de madera; en vez de hidratarte con una loción, te rocía con agua bendita al grito de: “¡El poder de Cristo te lo ordena!"  Aunque nunca falta alguna cosmetóloga medio fanática que en ese caso diría, convencida y a viva voz: "¡El poder de Clinique te lo ordena!" mientras una se retuerce en la camilla  (todavía con el cutis cementado) pidiendo - con voz de ultratumba y en arameo - un cigarrillo o una Coca-Cola o un bizcochito de grasa o un jabón Dove, o cualquiera de esas cosas que nos encantan pero tanto nos afean.

Luciana Pechacek

jueves, 5 de diciembre de 2013

Demasiadas velas

Se despertó temprano. Era su cumpleaños, ochenta y nueve. Empezó a prepararse el desayuno, el de siempre, descafeinado con galletas, sin azúcar, como había mandado el médico. Terminó de calentar la leche y sonó el teléfono. Fue deprisa a la sala a contestar.
-          ¿Sí?
-          ¡Felicidades abuela! - contestó la voz al otro lado.
-          ¿Cómo estás? - la mujer reconoció a su nieta, lejos, muy lejos - ¿hace mucho frío allí donde vives?
-          No mucho, se aguanta ¿y tú? ¿qué tal estás?
-          Muy mayor, ya son muchos años, ¿y tus hijas? ¿van contentas al colegio?
-          Ellas bien, van creciendo.
Unos gritos agudos se colaron por la línea, impactando en el tímpano de la vieja.
-          ¡Ah! Las oigo, te reclaman - al acabar la frase los ochenta y nueve le pesaron demasiado y no pudo evitar decir – ya es el final, yo sé que se acerca, no sé si las volveré a ver - intentó mantener la voz firme, pero se le quebró con las últimas palabras.
-          Abuela, es el cumpleaños, que te pones triste. Ya verás como vamos pronto por allí.
-          Cuídalas mucho, cuídate mucho – las lágrimas le rodaron por las mejillas y se puso a llorar con gemidos entrecortados. Sin poder continuar su discurso se despidió apresuradamente - adiós, adiós.
Colgó el teléfono y se secó las lágrimas. Levantó la vista y paseo la mirada por las fotos colocadas en el mueble del salón: la comunión del niño, la de la niña, unas vacaciones de hace más de treinta años, su marido ya fallecido, ella de joven, varios críos jugando y tres retratos de unos licenciados con toga.
Se levantó y se fue a por su desayuno, no se fuera a enfriar. Respiró hondo para volver a sumergirse en la rutina de cada día. La rutina carente de emociones que la mantenía viva, que se aseguraba de que su corazón bombeara la sangre correctamente, sin sobresaltos, esperando el final. La rutina en la que anhelaba que hubiera más despedidas, muchas más, que ésta fuera sólo un ensayo, no la definitiva. Deseando seguir viviendo y descolgando el teléfono de vez en cuando para escuchar una voz fresca al otro lado. Aspirando a burlar a la vejez, a burlar el último adiós.


Anubis

miércoles, 4 de diciembre de 2013

Mariposas

Siempre dices sentir mariposas en el estómago, yo te envidio.  ¿Es eso el amor? Acaso mi vida entera está equivocada por culpa de esta ausencia…
Te miro  fijamente y trato de imaginar el batir de las alas bajo el diafragma. Cada vez con más intensidad, las pupilas temblando y la sal mojándome el borde de las pestañas.
 Ni rastro de tus mariposas.
Hoy atrapé una docena, fue complicado,  pero logré meterlas en la boca. Se agitaron en mi paladar llenándome la lengua de un polvo amarillo que escocía entre los dientes. Después silencio… ¿Seré acaso incapaz de amar?


Olivia Marfil 

martes, 3 de diciembre de 2013

Rencuentro

La joven esperaba pacientemente a una distancia prudencial. La otra chica operaba en el cajero exterior de la entidad bancaria sin importarle la cola que su demora estaba provocando. No fue el tiempo que tardó en encontrar la cartera en aquel inmenso bolso que colgaba de su hombro lo que desesperó a la joven, sino la ingente cantidad de operaciones que realizó. Al menos tres tarjetas diferentes empleó. Resoplaba malhumorada mientras tecleaba en la máquina, de igual modo que resoplaban los tres hombres que también aguardaban su turno. Uno de ellos incluso decidió marcharse pasados unos minutos, no sin antes soltar algún improperio que la mujer pareció ignorar. Era el último sábado del mes, y el saldo disponible no era el que la chica hubiera deseado, según se entendía de sus poco discretos comentarios. Por fin terminó, maldiciendo en voz baja, largándose de allí a toda prisa. Cuando la joven pudo acercarse al cajero comprobó sorprendida que la otra chica había olvidado recoger el efectivo. No era mucho, veinte míseros euros, pero ella era una mujer con férreos principios cívicos. No se lo pensó dos veces. Cogió el billete y salió corriendo detrás de la otra, primero intentando llamar su atención discretamente y luego, tras sentirse ignorada, a voz en grito.
―¡Perdone! ―chillaba corriendo detrás de ella―. ¡Oiga! ¡Espere! ¡Oiga!
Al llegar a su altura la agarró por el hombro. La otra chica se volvió con la mano levantada, dispuesta a defenderse, creyendo que estaban intentando robarle el bolso.
―¡A que te cruzo la cara! ―le espetó con mirada amenazadora.
La joven se quedó perpleja. No esperaba tal reacción. Al fin y al cabo ella sólo pretendía devolverle su dinero. Mayor fue su sorpresa cuando reconoció su cara.
―¿Tú eres Amparo? ¿Amparo Contreras?―le preguntó algo asombrada.
―Sí ―dijo la otra, todavía con la mano en alto.
―Yo estudié contigo el primer año de instituto. ¿Te acuerdas de mí?
―No, no tengo ni puta idea de quién eres ―respondió la otra con un tono ciertamente desagradable, aunque al menos devolviendo el brazo a una postura que ya no mostraba tanta agresividad.
―Pues yo de ti sí, hija de perra ―y le soltó un sonoro bofetón que hizo que la cara de la otra enrojeciera―. Tú eres la puerca que me quitó a Luis, mi primer novio.
Y se fue de allí, con el dinero de la otra en el bolsillo.
―¡Ya está bien de hacer el tonto en esta vida! ―exclamó para sí.


Rubén Ibáñez González

lunes, 2 de diciembre de 2013

Deja de llorar

(A todos los que creen que se quedan solos…)

No sientas lástima. ¿Tanta pena te doy? ¿Tan vulnerable, tan insignificante te parezco? La ausencia de lo que fuiste en mí no anula, por fortuna, mi ser. Al menos no absolutamente. Tengo guerra que dar todavía. ¿No me ves capaz de arreglármelas sin ti? Por lo menos, sobreviviré. E incluso volveré a vivir. Abrigaste mi vida, pero no me la diste, ni viviste por mí. Despertaste mi amor, pero no lo originaste. Me hiciste sentir, pero no me enseñaste los sentimientos. ¿Tan imprescindible te crees? Sé que saldré, aunque a duras penas, adelante. Poco a poco se impondrá mi fortaleza -o al menos eso espero- sobre la sombra de tu presencia. Paulatinamente te olvidaré, terminaré por ganar -aunque salga malparado- esta batalla contra los recuerdos que a cada segundo me fustigan. Y no brotarán más lágrimas. ¿Que te vas? Eso parece. ¿Que ya no volverás?... Quedar, quedo desolado, sí, y solitario, e incompleto. Pero solo… ¡Solo! Cuán rotunda voz. Solo no quedo. Me queda Dios. Me quedan los míos. Me queda la poesía. Me quedan la verdad y la belleza, que no dependen de ti, a pesar de su predilección por ti. Y quedo yo. Y me queda el saber que me quedan las cosas importantes. Sin dejar de serlo tú.


El soñador

jueves, 28 de noviembre de 2013

El Club de los Payasos Sin Gracia

Cuando mi madre dejó a mi padre, este ingresó en el Club de los Payasos Sin Gracia, una asociación de hombres abandonados que se reúne cada viernes para contar chistes malos sobre malas mujeres. Beben, fuman, esnifan y se comprenden los unos a los otros. Y todo esto vestidos de payasos, única obligación indispensable para ser admitido como miembro.
Al parecer, así es como se sienten, y no les puedo culpar. Vivir durante años con la misma mujer, ser un sinvergüenza y pretender eternizar la situación… Bueno, las cosas pasan, y el humor de algunos hombres puede llegar a ser muy negro.
Fue durante el cumpleaños de uno de los miembros cuando conocí a Elena.
Mi padre me había invitado, siendo yo mayor de edad desde hacía pocos meses, para que viera a que se dedicaban en aquellos viernes de desesperación varonil. Por supuesto, me negué  a disfrazarme, y tan solo acepté colocarme una de esas narices rojas. Los jóvenes tenemos más vergüenza que los viejos, digan lo que digan.
La tarta era falsa y enorme. En el momento en que acabaron de cantar el cumpleaños feliz, Elena surgió, completamente desnuda y sonriente, de su interior. Al verse rodeada de cuarentones y cincuentones ataviados de diversas formas payasescas, comenzó a gritar enloquecida. Lo peor vino cuando quisieron tranquilizarla, abalanzándose sobre ella, con las mejores intenciones, claro, intentando agarrarla para ayudarla a levantarse. La cosa se agravaba por momentos, así que decidí actuar. Me quité la ridícula nariz, me abrí paso a codazos, le tendí la mano y, después de cubrirla con mi camisa, la acompañé hasta la salida.
El hecho se comentó mucho en Internet durante los meses siguientes, debido al vídeo que alguien del club había colgado. Elena sufre de coulrofobia, o miedo irracional a los payasos; una de esas extrañas enfermedades psicológicas.
Y es que, el destino puede convertir en héroe al “menos pintado”.
Hoy puedo decir que tenemos un hijo precioso, y no me preguntéis porqué, pero adora al cabronazo de mi padre.


Eduardo Delgado Zahíno

miércoles, 27 de noviembre de 2013

Re-Encuentro

Cuando le miró a los ojos, supo que ya le conocía, pero no recordaba en qué momento fue. Era una extraña sensación, ya que estaba segura de que no le había visto nunca, sin embargo, había algo en su mirada que le era familiar. Cuando estaba a su lado, se sentía segura, todo era fácil y tranquilo.
Con el paso del tiempo, él ocupaba la mayor parte de sus pensamientos día tras día, noche tras noche. Una mañana despertó sobresaltada. Había tenido un sueño diferente. Soñó que era otra persona, en otro lugar, en otro tiempo, en definitiva en otra vida. Él estaba con ella en esa vida. A lo largo de los días siguientes, soñó otras  vidas, todas junto a él. Hasta que un día escuchó a su corazón, y fue a verle. Cuando estaba frente a él, vio con claridad que estaba junto a la persona que tanto tiempo llevaba esperando.
Él lo sabía desde el primer momento en que la sintió a su lado. Sólo esperó a que ella lo descubriera.

Holly

martes, 26 de noviembre de 2013

La faena de el capaíto

(por el Quiroga)
—...Y encima está lo del pelao del Quiroga en El Ruedo, eso ha sido la puntilla, llamarle capaito como si el maestro no tuviera...¡no tuviera lo que hay que tener!...
—Déjalo, Canito, al Quiroga ni mentarlo, no la tengamos
—Pero Lebrija, ¿viste al maestro cuando le leyeron el artículo? ¿viste cómo se ponía rojo de la rabia, las orejas arriba y abajo, bufando como...
—¡Dejaló, Canito! Ve a ver si el maestro sigue durmiéndola y...¡coño, Polilla, ya era hora!
—¡Madre de Dios, que la virgen de la Amargura proteja al maestro! Vengo de ver a los morlacos y no me gusta nada el segundo que l’a caío en suerte , ese toro está enseñao, mira mu mal el Zaíno, hace honor al nombre el mu...
—¡Dejarlo ya!, ¿quereis asustar al maestro? No lo desperteis que bastante tiene ya con el Quiroga y... ¡¡El traje, niño, no toques el traje que trae desgrasia!!
—...traicionero. Ese malaje del Quiroga escribe sólo pa provocar, y ¡encima el día de la corrida más importante...!
—¡Suss...!
—...pero es mucho maestro pa acojonarse por un pelanas que no viste por los pies. Si no fuera...
—Si no fuera, si no fuera; aún recuerdo la corrida de Baeza. Todo en contra. El Chicote metiendo cizaña, la plaza en contra y los toros como búfalos. Salió aquel avinagrao, bufón, enorme, con los cuernos torcidos, uno p’acá  y el otro pállá ... el maestro se ajustó el chaleco, estiró el gollete, se encajó la montera hasta los sesos, cogió el capote con las dos manos y se fue directo a encararse con el morlaco desde el centro del albero. Allí se plantó y comenzó a llamar a grito pelao  <¡¡Limeño, Limeño...¡¡eah, Limeñooo!!>, mientras a capote revuelto le retaba, pasito a pasito, como un maestro del baile, seguro...¡madre mía y cómo se arrancó la bestia, si le llega a empitonar!... luego vinieron los lances más toreros que jamás se hayan visto en Baeza. La plaza se vino abajo cuando el maestro le hizo el desplante, sobrao el muy torero, antes de entrar a matar... y el Chicote con el rabo entre las piernas mientras el maestro, a hombros de la parroquia, enseñaba con coraje el rabo y las dos orejas....<<Son míos, míooos...>>, decía, los ojos ensangrentaos aún por la rabia contra el pelanas del Chicote.
—Quillo, m’as emocionao, pero déjalo que el duende sólo viene mu de tarde en tarde y el segundo de esta tarde no m’a gustao, que te lo digo, eah!
—A las buenas, ¿pue saberse a qué vienen esas caras de funeral de tercera?. Polilla...
—Eah maestro!, sólo estábamos...aquí...ya tú m’entiendes, maestro...

Máximo

lunes, 25 de noviembre de 2013

Corsarios y Mimosos

El armazón del barco crujió después del viraje brusco y seco, ejecutado con maestría por el capitán de la nave. Orlando se despertó alertado por la chica, cuyo nombre había olvidado. Tampoco recordaba cuántos porros se había fumado la noche anterior, después del concierto. Ella miraba por el ojo de buey un punto aproximándose y aumentando de tamaño en el horizonte. Parecía un yate más veloz que el velero en el que navegaban. La joven, presa de la histeria, chillaba palabras y frases sueltas como Alakrana. Secuestro. Esto es el fin y un repertorio mayor de temores. Continuaba chillando hasta que por la portezuela del camarote se asomó Horacio, el timonel del barco. Los tres subieron a la cubierta. La chica agazapada tras la espalda del capitán y Orlando sin poder reprimir un ataque involuntario de risa. Entre el velero y el yate solamente quedaban varias brazas de distancia. Los tres miraban cómo se acercaba la embarcación con la bandera negra, decorada con una calavera y dos guitarras cruzadas  de color blanco, rematadas por la palabra Corsarios. El lienzo de tela se desplegaba en la barandilla de proa. La tripulación estaba formada por una veintena de tripulantes. Todas eran chicas adolescentes que bramaban el nombre de su ídolo a los cuatro puntos cardinales.
Orlando ya no se reía, presintiendo el abordaje inminente. Sólo podía recordar los días lejanos, cuando cantaba con su banda anterior, Los Mimosos.


Pablo Vázquez Pérez

domingo, 24 de noviembre de 2013

La noche en que murió Freddie Mercury

Hoy hace 22 años que se fue Freddie Mercury. Os dejamos de nuevo este relato que publicamos hace 2 años.


Como un ritual, sequé despacio mi cuerpo hasta no dejar ni una gota de agua. Fui generoso con el tiempo dedicado a elegir la ropa, aunque rácano para comprobar el efecto que causaba en mí. El espejo me devolvía una imagen bien compuesta de mi aspecto, pero no era capaz de desprenderme de una incómoda pesadumbre.
Mientras el taxi me llevaba, trataba de concentrarme en que iba a verme con Luna después de casi cuatro semanas. Fui rememorando algunos de los momentos más felices que habíamos pasado juntos, los mejores besos, risas o abrazos. Después de siete años de vida en común nos habíamos acostumbrado a estar separados durante períodos prolongados, debido a su trabajo, pero los reencuentros tenían algo de emoción y también de incógnita. Siempre hacía el ejercicio de invocar los recuerdos, para tenerlos todos muy cerca en el momento de volverla a ver. Pero ese día los recuerdos venían impregnados de melancolía, pues entre ellos se colaba el eco de nuestra última y abrupta despedida.
Nos habíamos citado a las siete y media en el Bulsara, un bar donde servían unos cócteles magníficos al que hacía tiempo que no íbamos. Luna vendría directamente desde el aeropuerto. Había adelantado su vuelta un día, y yo no había tenido tiempo suficiente para cambiar mi turno, de modo que esa noche tenía que entrar a trabajar en la radio a las tres.
Pedí un Martini seco mientras esperaba su llegada. Apenas tardó diez minutos. Vestía su maravillosa sonrisa de siempre, adornada con un elegante traje rojo. Pidió lo mismo que yo. Todo parecía perfecto. La ciudad estaba preciosa, el atardecer cubría los edificios como si hubiese derramado el bote de color arrebol sobre ellos. Los dos estábamos impecables, el ambiente del bar era cálido, y sin embargo percibía un halo de fatalidad en todo aquello.
Pasamos los primeros minutos relatándonos lo vivido en los últimos días, parte de lo que ya nos habíamos contado por teléfono. El tono superficial no cedía, y yo iba notando que la ansiedad se iba enrollando en torno a mí como una serpiente. Ella seguía con la misma aparente naturalidad, era experta en moverse por situaciones fronterizas sin perder jamás el pie.
Por fin se hizo el silencio durante unos instantes.
- Te voy a dejar, Hugo. Lo siento, pero ya lo he decidido.
Me mantuve callado, esperando en vano que ella continuase. Le contesté.
- ¿Ya lo has decidido? ¿Y yo, no tengo nada que decir?
- Claro que tienes que decir, pero eso no cambiará mi intención. No es una cosa que se me acabe de ocurrir. Ya está muy madurado.
- Pues a lo mejor me tenías que avisado un poco antes, por si podíamos poner remedio. Así no me dejas alternativa.
Luna habló mucho tiempo, trazando teorías sobre el amor y la pasión. Habíamos vivido febrilmente, nos habíamos amado con desmesura, sin escatimar.
- Todo eso lo hemos vivido, Hugo, pero esto se muere, como todas las cosas, y tampoco hay que sentir tanta pena, porque hemos exprimido el amor hasta el final.
Yo sólo acerté a balbucear algunos tópicos sobre tirar por la borda el tiempo que llevábamos juntos o segundas oportunidades, pero fue como intentar detener un tren con las manos.
- Mira – me dijo -, el amor es como esta copa de Martini, al principio es ancha y aunque bebas mucho parece que no se va a terminar, y te atraviesa la garganta como si fuera fuego. Pero poco a poco, nos vamos acostumbrando a su gusto, y la copa se va estrechando, hasta que se acaba.
Yo miraba hacia la mesa, incapaz de levantar la vista de ella.
- Nuestra copa se está terminando, Hugo, ya está casi vacía y no se puede llenar otra vez, así que no le des más vueltas. Eso sí, nos queda un último sorbo, y de ti depende que nos sepa dulce o amargo.
Levanté la cabeza con ademán inquisitivo, sin saber muy bien qué quería decir.
- Vayamos a casa. Vamos a hacer el amor por última vez, pero sin tristeza, como si fuese la primera. ¿Qué mejor manera de decirnos adiós?
- Por favor, no me vengas con sarcasmos.
- No te hagas la víctima, no te lo propongo de broma. Ya te digo que la decisión está tomada, me voy a ir de todos modos, pero me gustaría que al menos nos quedase un buen recuerdo de la despedida.
Permanecí callado unos minutos, tratando de reunir la fuerza para tomar alguna actitud, la que fuese. Miré alrededor, a la gente, que ajena a mi naufragio, bebía, charlaba o se divertía. Pensé en que mi drama era aún mayor porque no pasaría nada después de él. Igual que cuando alguien se marcha o se muere, el impacto apenas duraría un momento, y la vida seguiría para todos.
Así, la autocompasión trajo de la mano al peor de los compañeros, el despecho. Ante lo inevitable, renuncié a un postrero episodio de placer con la mujer a la que todavía amaba, por disfrutar de una pose de digno y estúpido orgullo, y de ese modo elegí un frío adiós.

Aquella noche di por la radio la noticia de la muerte de Freddie Mercury con lágrimas en los ojos, aunque no sabía si en realidad eran por él o por mí. Y nunca le olvidaré, porque mientras él agotaba su vida yo perdía parte de la mía como el que se deja agua en el vaso sintiendo aún sed. Vivir hasta el fin, apurar las copas, era algo que sólo les estaba reservado a personas como Luna, o como Freddie. Y maldije el fatalismo que tanto me pesaba, que me impedía hacer otra cosa que no fuera rebozarme en la amargura.
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