viernes, 13 de diciembre de 2013

Escenas domésticas

Se quedó parado frente al ventanal apretando las monedas en su mano.  Vio dentro señores de gabardina con periódicos bajo el brazo, tazas humeantes, tertulia en las mesa del fondo y novios compartiendo el menú de degustación.  Nunca había entrado solo en el bar pero empujó la puerta y cruzó al otro lado del escaparate.  Todo por volverla a ver.  Temía sentir las miradas de sus vecinos en la nuca, que las parejas se volvieran hacia él, ser descubierto.  Pretender decir no estoy pero que su chubasquero amarillo chillara más.  Se acercó a la barra y la observó en la distancia.  Tenía unos veinticinco y le sonreía sin vergüenza desde el quicio del reservado.  Quería y no quería hablarle.  Traía una bandeja vacía y se detuvo a su lado.  Extendió hasta ella su mano abierta con las monedas en el centro y no pudo sino confesarle:
“Mi papá dice que el cambio se lo has dado mal”.

Leoni

jueves, 12 de diciembre de 2013

El hilo del Minotauro

Sentada a un lado de la estufa Ariadna tejía arduamente cada noche…. A su lado en cómodo lecho de franela y paja dormitaba el pequeño concebido en los días de cautiverio en aquel inhóspito lugar que ahora les servía de morada. Ella tejía tranquilamente como cada día, sin mas preocupación que la de trenzar y trenzar y velar el sueño de su crío. Tejía y tejía y el hilo iba viajando por los suelos y se estaba agotando. En un momento en aquel silencio sepulcral, se oyó un alarido desesperante y el crío despertó del cálido sueño………Era el Minotauro, el carcelero de ambos, que a su regreso había perdido el camino en el laberinto. Ariadna había usado todo su hilo guía en su cotidiano tejido.

Cecilia Dayana Rosales Prieto

miércoles, 11 de diciembre de 2013

Protector de los viajes

Esa mañana llegué a la estación de tren más temprano que nunca. Me senté a esperar el servicio local de ocho y cuarenta y dos, en uno de esos bancos de listones de madera que hay en el andén. Me dio la impresión de que un pibe se persignaba al pasar por donde yo estaba. Luego una mujer hizo lo propio mientras me echaba un vistazo. Debo admitir que me sentí incómodo y por eso decidí prestarle mayor atención a aquello que estaba sucediendo. Fue entonces cuando una señora de mediana edad detuvo su paso unos instantes, entrecruzó los dedos de sus manos y, cerrando sus ojos, murmuró una plegaria. Luego una madre le recordó a su hijo pequeño cómo santiguarse en mi presencia. Yo seguía sentado sin atinar a hacer nada. La situación me superaba poco a poco. Arribó el tren de las ocho y treinta y un mar de gente saltó sobre el andén. Fueron varias las personas que a su paso me regalaron un gesto de respeto, unas palabras secretas, un saludo fugaz o simplemente la señal de la cruz. Comencé a pensar que si tanta gente me demostraba su fe, sería por algo, y que yo no era quién para desairarlos. Así que a cada persona que se manifestaba, decidí devolverle un gesto de aprobación, una sonrisa. Una pareja mayor se acercó hasta que quedaron ambos enfrentados conmigo. Ella lo ayudó a poner rodilla en tierra. Su cara quedó a la altura de mis rodillas. Dijo unas pocas palabras mirando al piso. Quise posar mi mano sobre su cabeza pero no me animé. Se levantó con esfuerzo y se fueron tan juntos como habían llegado. Comencé a creer que se trataba de una señal que yo debía seguir. El destino tiene sus propios caminos y, tal vez, estaba asistiendo al comienzo de una nueva etapa en mi vida: dejar de acumular para empezar a dar. Aquella mujer de negro me cogió sumido en mis propias cavilaciones. Traía en sus manos un ramito de flores frescas, arrancadas quizás de algún jardín cercano. Ella se animó a hablarme en forma directa. Me pidió permiso con sumo respeto y yo, por supuesto, se lo di. Levantó las flores por encima de mi y, como relámpago vino a mi mente aquella ceremonia de monjes tibetanos ofrendando a sus seres santos. Me incliné levemente hacia adelante y la dejé hacer. Cerré mis ojos esperando la lluvia de pétalos sobre mi cabello. Sentí como el aire se desplazaba sutil al pasar sus manos. Nada sucedió. Abrí mis ojos nublados por la emoción y la vi alejarse con las manos vacías. Me quedé sentado tratando de descifrar aquel mensaje. Busqué ayuda elevando mi vista al cielo, implorando por alguna respuesta. Rendido, apoyé mi nuca sobre el respaldo del banco y volví a ver las flores. Suspendidas sobre mi cabeza. La extraña dama las había dejado en un florero a los pies de la Virgen de Luján.


Gustavo Adolfo Fracchia

martes, 10 de diciembre de 2013

Itatay

A mí me parece que el niño huele a cebollas, como su madre. Es el olor de la cocina, de sus manos morenas picando verduras. Ese olor lleva tantos años pegado a ella que se le ha metido en el cuerpo. Su nombre verdadero es Itatay, pero mi mujer prefiere llamarle Rosa. Le llamamos así desde que llegó a trabajar a nuestra casa, cuando era casi una niña. Yo le llamaba Rosita, la pobrecilla no era capaz de mirarme a los ojos pero me resultaba graciosa,  con su nariz chata y sus ojillos huidizos, tan callada como una sombra, con su olor  a cebollas. El día que nos dijo que estaba embarazada no nos tomó por sorpresa. Celina ya me lo había dicho, que la veía rara. Yo no me lo creía, qué cosas dices mujer, si es casi una niña. Pero mirándola bien, mi mujer tenía razón, comenzaba a usar la blusa por fuera y el delantal sin ajustar. Un día mi esposa se lo preguntó: «Rosa, no estarás embarazada, ¿verdad?». Solo le respondió mirándola con sus ojos rasgados, pero no dijo nada. Yo no pensé que fuera un problema, pero Celina me hizo pensar en ello. Lo primero que se le ocurrió fue despedirla,  pero, ¿de qué va a vivir la pobre muchacha? No era nuestro problema, pero tampoco podíamos dejarla sola. Celina sugirió adoptarlo. «¿A estas alturas?» —le pregunté. No tenemos veinte años, alguna vez pensamos en tener hijos pero no pudo ser y ahora estamos bien así. Creí que nuestro tiempo de ser padres había pasado.
Rosa no lo pudo ocultar mucho tiempo más. La tarde en que finalmente nos lo dijo Celina y yo estábamos en el comedor.  Rosa entró de pronto, su olor a cebollas entró con ella. Se había quitado el delantal y venía con la cara y las manos lavadas, pero el olor lo tiene incrustado en la piel. Estaba nerviosa, le temblaba la barbilla y cruzaba las manos sobre su abdomen. Celina se le acercó. Lo tenía decidido y no me quedó más remedio que seguirla, como siempre.
— No te preocupes, muchacha —le dijo con dulzura—, sabemos que no puedes con esto tú sola.
Rosa levantó la mirada y Celina le pasó las manos por la cabeza, comprensiva, casi cariñosa.
— Nosotros cuidaremos a tu niño como si fuera nuestro.
Rosita comenzó a llorar, reprimiendo sollozos tan fuertes que le agitaban el cuerpo.
Rosa pocas veces dice más que «sí, señora» o «no, señor», pero esta vez preguntó con su vocecita:
— Y yo, ¿me puedo quedar también?
Celina se retiró un poco.
— No, Rosa, tú no te puedes quedar. Quédate con tu gente. Estamos quitándote ese problema.
Ella miró el suelo, las lágrimas escurrían por sus mejillas pequeñas y le caían en el vientre abultado.
Celina la llevó de regreso a su pueblo. A Rosa no la volví a ver hasta que nos avisaron que podíamos ir a recoger al niño. Es moreno y pequeñito, como ella. Su pielecita oscura contrasta con las manos blancas de mi esposa cuando le acuna. Yo estoy contento,  pero a veces recuerdo a Itatay y no sé por qué, siento ganas de llorar.
Celina se ve preciosa como madre, pero a mí me parece que el niño huele a cebollas.


Silvia Flores

lunes, 9 de diciembre de 2013

Una vida juntos

Decidieron salir a dar un paseo al campo. Era una mañana soleada, cálida. Hicieron el recorrido habitual y se sentaron en el viejo tronco que tantas conversaciones había escuchado. Hoy María estaba especialmente silenciosa, algo le andaba por la cabeza. Antonio iba a preguntarle, aunque algo le distrajo. Un reflejo a lo lejos le llamó la atención. Lo miró fijamente. María se dio cuenta y también miró. Como hipnotizados se levantaron y encaminaron hacia él. Iban absortos. De la nada apareció un perro enorme que se metió entre ellos haciendo que María casi cayera al suelo si no hubiera sido por los reflejos de Antonio al agarrarla. No pudieron reconocer al perro, había desaparecido. Recuperados del susto siguieron su camino. Era una zona desconocida para ellos, nunca se habían adentrado en esa parte del bosque. Se hacía espeso y tuvieron que sortear numerosos troncos caídos agarrándose el uno al otro haciéndose más lento su avanzar. Tomaron un descanso para recuperar el aliento. Se oía el rumor del río tropezando con las rocas. Observaron lo ancho que era y no había forma de vadearlo. María estaba cansada, para qué seguir. Ya estaban lejos de casa, cada vez se ponía más difícil y, al fin y al cabo, seguro que aquel brillo que les llamó la atención y les intrigó sería una tontería. Volvamos, propuso María. Antonio tardó en contestar. Se está rindiendo, pensó. Venga, ya estamos aquí, hagámoslo juntos, le dijo con una media sonrisa. Ella le miró fijamente, suspiró. Se tomó un momento para decidir. Alzando la cabeza, le cogió la mano y dejó que él la guiara.


Ramita de laurel
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