El hombre llegó corriendo al aeropuerto, pero fue inútil: perdió su avión. Unas horas más tarde, mientras se encontraba en su casa,
vino a enterarse de que el avión en el
que no pudo viajar se estrelló a escasos minutos de remontar vuelo. Limpiamente había ascendido desde la pista color cemento para hundirse en un cielo claro y celestón y,
allí mismo, se confundió con el aire cuando la llamas se lo tragaron con una
voracidad sólo conocida a esas elevadas alturas. Pocos días después el hombre
salió a las apuradas de una sucursal de
banco media hora antes de que entraran
los ladrones que tirotearon contra las ventanillas y la gente que hacía fila.
Quedaron los cuerpos apiñados sobre una alfombra gris, algunas manos apretaban
unos cuantos billetes y otras quedaron estiradas, vacías, inmóviles.
Transcurridos apenas unos pocos días,
como de costumbre, apremiado por el estrecho margen de tiempo con que contaba
para llegar a su trabajo, el hombre esquivó
su camino ordinario y eludió el puente justo en el momento en que ese puente se
quebró. Un tendal de autos salidos de su
cauce fue la imagen que pudo ver por la noche en el noticiero de la televisión.
-No es bueno vivir tan apurado- opinó su doctor de cabecera no bien terminó de tomarle la presión y
hacerle el clásico gesto de que todo estaba en su sitio porque le sobraba salud.
Al salir del consultorio del médico fue justamente su urgencia por
llegar a horario a su próximo destino, la que evitó que una pesada maceta que
se descolgó de un balcón cayera sobre la cabeza de ese mismo hombre que,
absorto, se quedó mirando hacia arriba un largo rato. Pero arriba ahora no había más que aire, aire y
cielo. A un costado del árbol fue posible ver el cuerpo tendido de una mujer
cuya aura flotaba ingrávida e iba
ganando una altura que nadie desde la tierra es capaz de distinguir. Entonces,
en ese exacto instante, el hombre
escuchó algo parecido a un susurro: “Ya
no te vas a escapar más”. El timbre de voz
no le resultó extraño, sin embargo vibraba con una cadencia alucinante. La voz de
la muerte suele tener ese tono y esa
suave ondulación con subidas y bajadas que invita a la inquietud y a la sospecha. De modo que
precisamente para escaparse, el hombre
empezó a correr a lo loco, desesperado. Corrió sin descanso y de tanto correr
se resbaló y en ese resbalón se deslizó la muerte y los dos, la muerte y
él, siguieron corriendo. Corrieron y corriendo juntos, tan juntos que si alguien los hubiera visto desde lejos sin duda habría creído que eran una misma cosa.
Irma Verolín