Estaba yo tan tranquilo tomando un botellín en la tasca
del 'Grapas' cuando me sonó el smartphone.
- Dígame.
- ¿Dottore Rick?
- Al aparato.
- Io sonno monsignore Rufiani, le chiamo del Vaticano.
Colgué. Para vaciles estaba yo, después de que me
imputaran (injustamente, claro) por ir a 220 km/h; declaré que me llamo Tarim
Belzebú, pero no coló.
Volvió a pitar el teléfono.
- Diga.
- Monsignore Rufiani. Per favore, no cuelgue, Dottore.
Ya me empezó a mosquear.
- ¿Qué quiere? Le advierto que no estoy para bromas.
- Signore mio, questo non sei una broma. Va a parlare con
te il nostro coordinatore de logistica, il Dottore Poggiali, chi tiene tutta la
mia autoritá.
Dentro de mi amplia experiencia internacional están unos
asuntos que tuve con los carabinieri, así que me defiendo con el italiano. Para
ser una burla parecía demasiado insistente, así que esperé a ver qué quería el
jefe ese.
- Rick, filibustero.
Solo hay una persona en el planeta que me llame así:
Esteban Poyales, el 'mandinga'.
- ¿Poyales?
El mandinga y yo éramos compañeros de estudios, después
de negocios, y finalmente de celda, cuando nos trincaron por la intoxicación
masiva con LSD en un congreso de un partido político que se celebraba en un
hotel en el que los dos ejercíamos como médicos. Fue un desafortunado
accidente, y el responsable, que era el camello, se fue de rositas. Poyales
salió antes que yo, y le había perdido la pista.
- ¿Cómo te va la vida, bergante? - me preguntó.
- Pues más o menos, intentando establecerme sin que me
toquen mucho las narices. ¿Me quieres contar de qué va este circo?
- Sí, hombre, sí. Es que hace ya unos años me salió un
trabajillo gracias a D. Eupropio, el cura de mi pueblo, que necesitaba a alguien para que le ayudara en los exorcismos. Resulta que luego le hicieron
obispo, y le llamaron al Vaticano. Y me trajo con él como chico de confianza. Y
aquí me he hecho una reputación, pero ahora soy el Dottore Stefano Poggiali,
que suena mejor.
El mandinga siempre había tenido bastante suerte, y con
su labia y su buena presencia no me extrañaba que hubiera prosperado.
- Y qué, ¿te has hecho cura tú también? - le pregunté.
- No, hombre, no - se rió-. A mí me gusta demasiado el
jolgorio. Pero me va bien.
- Bueno, ¿y qué se te ofrece?
- Con el que has hablado es uno de los jerifaltes que
aquí en el Vaticano organiza el cónclave, sabes que hay un cónclave la semana
que viene, ¿no?
- Algo he oído.
- Bueno, pues resulta que yo soy el coordinador de
logística de todo este tinglado.
- ¿Y eso qué es?
- Pues que yo me encargo de que todo funcione: que haya
comida, bebercio, que funcione la lavandería, que hay papel higiénico, vamos,
todo. Y por eso te llamo. Necesito tu ayuda.
- Mandinga, como me metas en un lío, te juro por las barbas
del Arzobispo Makarios que te la ganas.
- Que no, hombre, al revés, me lo vas a agradecer, aquí
siempre hay negocio seguro. Mira, necesito a alguien de confianza que se haga
cargo del asunto de la fumata.
- Fumata, la que te has debido pegar tú.
- Escúchame bien, o me busco a otro. Ya sabes el rollo de
la fumata. Los cardenales votan, y después de cada votación hacen una fumata,
si es negra es que no lo tienen claro todavía, y si es blanca, es que han
elegido nuevo papa.
- Vale, ¿y qué?
- Pues que sus eminencias son muy sabios, y todo eso,
pero de fogatas y fumatas, nada. Y como yo soy el responsable me
hace falta una persona para controlar la dichosa fumata. Buena paga,
reconocimiento, ¿qué más quieres?
Al día siguiente ya estaba volando a Roma, y en el
Vaticano me recibió Poyales, con su jefe.
- Monsignore, queste é il Dottore Riccardo, spezialista
mássimo en combustión e fumo - me presentó.
El obispo me puso delante el anillo. Con el pedrusco que
llevaba, no sabía si quitárselo o besarlo; opté por lo último.
- Benvenutto, Dottore Riccardo, il Dottore Poggiali le
dirá tutto il suo lavoro – y se largó.
Al mandinga se le veía en su salsa.
- Bueno, filibustero, ya verás, esto es vida. Ojalá que
los cardenales no se pongan de acuerdo, así podrás estar más tiempo por aquí.
Me han contado que una vez tardaron 3 años en elegir, y al final les encerraron
a pan y agua, y no tuvieron más remedio que entenderse. ¿Te imaginas?, 3 años
de fumatas, y de vidorra.
Poyales me llevó al interior y me enseñó la Capilla
Sixtina, que estaban acondicionando para el cónclave.
- Mira, ésta es la estufa donde hacen el fuego. Ahí
tienen que meter las papeletas de los votos. Meterán las papeletas o el MARCA,
a mí me da igual, pero tenemos que asegurarnos de que sale el humo como dios
manda (nunca mejor dicho); la estufa está comunicada con otra en la habitación
de al lado, donde estarás tú. Cuando oigas ruido es que estarán poniendo los
papeles y encendiendo.
- ¿Y cómo voy a saber yo si han elegido ya o no?
- Ah, Riccardo, Riccardo – dijo riendo, y juntando las
puntas de los dedos -, il Dottore Poggiali tiene recursos.
Me contó que uno de los cardenales españoles era amiguete
de correrías de D. Eupropio, y que se ocuparía de dar 2 golpes en la pared
junto a la estufa si la fumata tenía que ser negra, y 3 golpes si la fumata era
blanca. Aquello sería infalible.
- Vale, ¿y cómo hago para que el humo sea blanco o negro?
- Muy fácil. Para que la fumata sea negra, lo mejor es
quemar porquerías, así que te traes aquí la bolsa de la basura, y echas lo que
haya; seguro que el humo sale más negro que el chapapote. Por esta ventana te
asomas y se ve la chimenea, y ves que el humo sale bien negro.Y el día que
toque blanco no necesitas tener nada más que una botellita de agua, y beber de
vez en cuando.
- ¿No estarás pensando…? – y le miré con cara de incredulidad.
- Pues claro, hombre, todos sabemos que si echas una meadita
en un fuego, sale un humo blanco como el algodón, así que es sencillo y seguro,
y además nadie se va a enterar, porque aquí vas a estar solo.
Lo pintó tan bien que me convenció. No pudimos hacer
pruebas porque no estaba permitido, pero parecía fácil de verdad.
Hasta el día del cónclave viví a cuerpo de rey con
Poyales. Por las noches nos íbamos a recorrer los tugurios de Roma y comíamos
como curas, dicho sea con el mayor de los respetos.
Y por fin llegó el momento en que empezaban las
votaciones; reconozco que estaba un poco nervioso. La primera tarde no se
esperaba que nadie resultase elegido, pero quién iba a saberlo. Después de unas cuantas horas oí
follón, abrí la estufa y noté el ruido metálico de la estufa gemela que estaba
al otro lado de la pared. Entonces oí claramente un golpe; después otro. Y nada
más. Eso quería decir que la fumata tenía que ser negra. Noté que al
otro lado echaban ya los papeles y prendían fuego. Cuando vi llamas empecé a
echar desperdicios; aquello olía a demonios, con perdón. Entonces me asomé al
ventanuco, y vi que por la chimenea salía un humo completamente negro.
El mandinga me felicitó, y su jefe también. Aquello me
subió la moral.
Los siguientes días todo fue similar, parecía que la
elección no iba a ser fácil, y cada tarde oía los 2 golpecitos, y yo atizaba la
lumbre con todas las inmundicias que tenía a mi disposición. Y hasta me daba la
sensación de que el humo salía cada vez más negro. Para pasar la tarde me
llevaba alguna revista, y también la comida; y claro, alguna botellita de “alpiste”.
Un día cerveza, otro whisky. Lo cierto es que el mandinga tenía razón,
el trabajo era bueno.
El octavo día de cónclave me llevé para comer un trozo de
queso de Cabrales, y una cazuela con entresijos que me había dado la noche
anterior un paisano que tenía un restaurante español en Roma, y una botella de
orujo. Me puse morado, y el orujo fue cayendo hasta desaparecer. Para rematar,
me eché al chaleco una pastillita que me habían pasado en un antro. Al final de
la tarde llevaba una cogorza tremenda. Medio amodorrado estaba cuando oí el
ruido de la estufa. Oí los dos porrazos en la pared, y me preparé para echar la
porquería. Entonces escuché el tercer golpe. Fumata blanca. Primero pensé que
era por la borrachera, pero no podía ser, lo había oído con claridad. Le pegué un
puntapié a la bolsa de la basura, que se desparramó por toda la habitación.
Entonces fui consciente de mi responsabilidad, y de lo que tenía que hacer. Vacié
mi vejiga en la estufa. Aquello sí que olía mal, lo cual no era de extrañar,
considerando todo lo que había ingerido y que mi organismo tenía que
metabolizar.
Apenas había terminado la micción, cuando entró el
Poyales echo una furia.
- ¡Pero desgraciado, ¿qué has echado ahí?!
El mareo casi no me dejaba ni tenerme en pie, pero pude
asomarme un poco por la ventana y ver como por la chimenea salía un hermoso
humo de bonitos colores, mientras se oían en la plaza exclamaciones de “¡Miracolo,
miracolo!” y el mandinga seguía increpándome.