viernes, 25 de octubre de 2013

Corriendo por la historia

Mientras sus zapatillas pisaban aquel terreno agreste, no podía evitar que su mente lo transportase hasta épocas pretéritas, cuando el hombre apenas había comenzado a serlo. Una época en la cual aquellos cazadores habrían corrido por las mismas sendas que ahora hollaban sus pies, con la salvedad de hacerlo luchando por su propia subsistencia.
Con cada nuevo recodo del camino, era más consciente de que estaba recorriendo un lugar donde la historia había quedado escrita como en ningún otro paraje, dejando tras de sí los vestigios que ahora permitían conocer de sus costumbres, y el modo en que habían de hacer frente al difícil mundo en el que les había tocado vivir, tan sólo para perdurar.
Cada vez que un corredor lo superaba, imaginaba qué le habría ocurrido en caso de tratarse de un animal salvaje que marchaba tras él, y no de otro atleta que compartía su amor por tan esforzado deporte. Se ponía en la piel de quienes aún debían batirse a muerte contra las fuerzas de la naturaleza con el único objeto de ver nacer un día más, y se sentía afortunado.
Tras cruzar la línea de meta, ni tan siquiera detuvo su cronómetro para comprobar su marca, como hacían el resto de participantes. No, él echó hacia atrás su cabeza, dejando que el sol acariciase su rostro con sus cálidos rayos, y por un instante se sintió parte del entorno. Aquel retorno a la naturaleza le hizo comprender que pese a los muchos avances experimentados por la humanidad, el hombre seguía siendo poco más que una anécdota en la historia de nuestro planeta.


Juan José Tapia Urbano

jueves, 24 de octubre de 2013

Recuerdos

Otra vez estoy aquí, sentada en el mismo banco de siempre, viendo cada día el mismo paisaje, las mismas caras. El anciano de la bata de cuadros me saluda cada mañana como si me conociera. Es curioso, porque ni siquiera yo sé quién soy. Hasta mis recuerdos me han abandonado.
La enfermera me ha dicho que después de desayunar vendrían mis hijos a visitarme, y soy incapaz de acordarme de ellos. De hecho, tampoco recuerdo haberlos tenido.
De vez en cuando, como ahora, tengo pequeños retazos de lucidez y sé que llevo mucho tiempo aquí, aunque no sé dónde es aquí.
Se me acerca una mujer joven con un abrigo rojo. En su cara luce una maravillosa sonrisa capaz de iluminar el día.
—¡Feliz cumpleaños, mamá!
—Gracias, cariño —respondo con aparente naturalidad. Debe de ser mi hija, aunque no sé cómo se llama.
La miro fijamente intentando retener en mi frágil memoria todos los detalles. Su pelo moreno con reflejos rojizos brilla con los rayos del sol de la mañana. Los ojos, grandes y azules, enmarcados por unas largas pestañas negras, destacan bajo un ligero maquillaje. Se ha pintado los labios en color granate para delinear una boca perfecta. Cuando me toma de las manos, bajo la vista para fijarme en las suyas. Son suaves, de dedos largos y lleva una manicura impecable. En el dedo anular de la mano derecha luce una alianza de oro. Eso significa que está casada, pero no recuerdo con quién. Subo la mirada por el paño rojo del abrigo hasta encontrarme de nuevo con sus ojos. Ahora están tristes y un par de lágrimas rebeldes dudan entre quedarse dentro o salir. Al final, la tristeza gana la batalla y se deslizan dulcemente por sus mejillas.
—Te quiero, mamá.
Cuando escucho esas palabras, la memoria regresa a mí por un breve instante. Sonrío, y la felicidad se refleja en mi mirada.
—Yo también te quiero, Marta.
Me mira, me abraza y rompe a llorar. Cuando se separa la observo con extrañeza.
—¿Quién eres?
El silencio demoledor sólo se ve interrumpido por el trino de los pájaros del jardín. Ambas permanecemos con las manos unidas y, de nuevo, mis recuerdos se marchan con el viento, como las flores de diente de león.


Violeta Lago

miércoles, 23 de octubre de 2013

Corta infancia

¡Corre! ¡Corre! ¡Jamás te detengas!
Fueron las últimas palabras de Armando hacia Pedro, antes de que le dispararan en la cabeza.
Y aunque Pedro logró escapar, por dentro estaba herido y lo único que deseaba, era morir, pues su mejor amigo estaba muerto, y él era su esperanza de vida.
Ambos, se conocieron hace tres años.
Armando tenía seis años de edad cuando su padrastro lo entregó a un señor que se encargaba de vender y explotar sexualmente a niños. Después de unos meses, pudo huir.
Por otro lado, Pedro, quedó huérfano a la edad de cuatro años de edad, cuando unos soldados dispararon brutalmente hacia los civiles, confundidos por rebeldes; en tal incidente él niño logró salvarse, pero su madre no.
Los dos amigos se conocieron, mientras buscaban comida, entre los escombros de unas casas que fueron bombardeadas. Armando halló una bolsa de pan y unas latas de comida, pero Pedro no pudo encontrar algo; al notar eso, inmediatamente Armando, le convidó de sus provisiones; siendo que a partir de ese instante se convirtieron en los mejores amigos, y se protegían como si fueran una familia.
Todo era genial hasta ese día, en que buscando provisiones, entraron a una casa abandonada, y adentro se encontraba un soldado que tras verlos, trató de quitarles su comida, golpeando a Pedro, ante lo que Armando reaccionó, y lo cual le costaría la vida.
¡Corre! ¡Corre! ¡Jamás te detengas!
Y mientras lo hacía Pedro, cerró los ojos y recordó por última vez su corta infancia.


JC333

A tu boca

La curva perfecta de tus labios opuestos a los míos. El juego de cóncavos y convexos a los que se rinden lengua y lengua. Ese calor mustio de tus pestañas batientes asfixiando el espejo de mis pupilas, y el sabor de tus versos en mi garganta. El éxtasis de tus dedos nervudos en mi nuca, aferrados al precipicio de mis omóplatos, portadores de sal y desvergüenzas, enfrascados en la liturgia de las caricias. El olor de tu espalda tiznada de vida, irguiéndose bajo la proclama de mis susurros, y ese hambre de un muslo que embriaga a otro muslo hasta someterlo, hasta derrotarlo. Divagan mis ganas de ti por el dorso pálido de tus manos, por el perfil frágil de tus clavículas y el empeine al sur del tobillo. Murmuran deseos altisonantes y se atropellan los silencios de sutil templanza. Y cómo amaina el vendaval sobre tu pecho, y cómo capitula la tormenta alrededor de tu ombligo. A tus ojos migran mis pensamientos y en tu cuello amanecen mis obsesiones. Olvido la frontera entre tu piel y la mía, y me pierdo en los límites huidizos de tu sangre. Te devoro, te contemplo y me derrito.
A un amor tan insomne le brotan las noches eternas por doquier. A un deseo tan pecaminoso le asfixian la sombras ajenas a la tuya.
La curva perfecta de tus labios opuestos a los míos, la perfección curvada de tus besos sobre mi cara.


Juan Andrés Moya Montañez

martes, 22 de octubre de 2013

El mejor truco

Agustina era la niña más fanática de la magia que el mundo había conocido. Cada día practicaba los trucos que su abuelo le había enseñado desde pequeña.
A medida que crecía, veía la necesidad de mejorar. Casi todo su público sabía dónde escondía las cartas o dónde ocultaba los animales que luego aparecían en su mano.
Necesitaba algo mejor. Un gran truco. Algo que la hiciera única.
Después de mucho buscar, en la biblioteca de su barrio encontró un libro de tapas negras que podía servirle para su objetivo. Le llamaron la atención, en la portada, una horrible bruja con una mirada maligna, y una palabra que nunca había escuchado antes: ocultismo.
Buscó el mejor de los trucos. Y decidió probarlo. Esperó hasta las doce y despertó a Ángeles, su hermana. Le explicó su plan y la cubrió con una sábana. Tocando su cabeza, dijo las palabras que nunca debió.
Ángeles desapareció por completo. Y pasó a vivir, tal como el libro lo prometía, detrás de los espejos. Detrás de todos los espejos del mundo.
Ahora, ella está esperando cada medianoche, a que algún niño desprevenido vuelva a pronunciar esas palabras frente a un espejo, para poder escapar.


Gonzalo Tomás Salesky Lascano

lunes, 21 de octubre de 2013

El nadador

Menuda cogorza se pilló ayer mi brazo izquierdo. Se pasó toda la noche acodado frente a la barra del bar empinando el codo durante horas. Y luego entró en casa a la deriva, tambaleándose de una habitación a otra como un barco abandonado a su suerte en mitad del océano. Los techos se le caían encima, las paredes se movían y en el suelo se abrieron grietas con la intención de engullirlo. Iba de aquí para allá. De allí para aquí. De más allá a más aquí.
El pobre ha pasado una mala noche. Se ha levantado un par de veces a devolver en la taza del váter. Dice que ve estrellas de colores y a una rubia buenísima que le guiña el ojo y le pide que le invite a otra ronda. Y es que mi brazo está harto de estar subordinado a una mano, hastiado de recibir órdenes y de no poder sublevarse. Se siente infravalorado, asqueado de presenciar cómo redacto aburridos informes de ocho a tres en la oficina y me sumo en un mundo de inexistencia. Está cansado de cargar las bolsas de la compra, de retorcerse de dolor cada vez que fuerzo el brazo jugando al tenis o de hacer largos sin parar en la piscina. Porque por más kilómetros nado, por más brazadas que doy, por más metros que me alejo de la  orilla, no consigo alcanzar la meta, no logro llegar a ningún sitio.


Rubén Gozalo
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