Al cardenal, a una velocidad inusual para esa hora de la noche, un taxi le acercaba a su destino.
Disfrutaba en la anticipación de lo que, como siempre, sería una gran velada.
En el chalet de tres plantas con piscina en la que le complacía tener cita con Inés, nunca le habían decepcionado.
Con la lengua paseando de un lado a otro de sus labios, recordó su última visita hace tres meses y sintió una punzada indecente. Le zarandeó entero.
Esa casa del centro de Madrid, encerraba un tesoro que nunca se cansaría de admirar.
La idea, ya se le hizo revolucionaria cuando la descubrió hace dos años de mano de uno de los feligreses de la Basílica de la Virgen del Peligro, pero, desde entonces, le acompañaba toda la confusión y la maravilla de aquel prodigio con nombre de mujer.
Nunca averiguaría donde se hundían las raíces que convencieron a estas místicas a iniciar aquel recorrido, pero los paisajes alcanzados resultaban de lo más satisfactorios.
Imitando a los Samurais, las guerreras del local conocido como "nos la dejamos meter hasta por las orejas" decidieron desarrollar su parte espiritual hasta límites insospechados, en el intento de convertirse en súper-mujeres. Objetivo que habían alcanzado con creces para su deleite personal y la del resto de la comunidad masculina que las compartía.
Permanecer en estado de semi-oscuridad durante todos estos años, además de acercarlas a un estado óptimo de relajación y comunión con el Altisísimo, había conferido a su carne una textura y un sabor distinto, que realmente constituía una exquisitez.
Las horas dedicadas a la lectura y la oración, las había elevado a la categoría de monjas- guerreras.
Todas estas extraordinarias cualidades terminaban con ese acertado éxtasis en el que conseguían entrar a voluntad. Además de dejar su cuerpo ausente de conversaciones interiores con las que siempre resulta tan molesto compartir la búsqueda de un desahogo significativo, contraían los músculos de sus vaginas hasta el punto justo de acoplamiento, lo cual resulta de una utilidad mayúscula, puesto que uno no siempre necesita el mismo espacio sensorial entre el que hacerse paso hasta encontrar la eyaculación perdida.
Es cierto que la última vez que se encontraron, Inés mostró un entusiasmo desmedido por una de esas historias con la que le deleitaba mientras tomaban juntos algún alimento y él se despedía con la majestad y la pleitesía que aquella santa merecía.
De todos modos, el francés fue el que más le sorprendió. El religioso comprendió que por afinidad profesional y continuó con la recomendación de su realización.
Le sugirió, que el fin último de cualquier orden religiosa era encontrar el Perdón Divino a todos sus pecados y que, aunque estuvieran a punto de conseguirlo por méritos propios, recorrer el Camino de Santiago resultaba una celebración definitiva de todas sus creencias y del Poder de Dios. Él sabía que las elevaría a cotas de realización imposibles de alcanzar para el resto de los mortales y esta idea le producía tanta satisfacción que no se pudo contener.
Saberse el responsable último de la salvación del alma de estas Damas de la Caridad que tantas elevaciones le habían proporcionado en esta vida, le invitó a acariciar el manuscrito que viajaba con él en el asiento trasero del vehículo. Le atravesó una excitación tan intensa que rezó para que el Sumo Conductor no pudiera encontrar ninguna relación entre la mancha y él.
Después de todo, obedecía designios divinos cuya explicación no se encontraba a su alcance, simple pecador al servicio de los intereses inescrutables del Señor.
Publicado por Alicia.
sábado, 6 de agosto de 2011
lunes, 1 de agosto de 2011
Las tiendas de chinos.
REEDICIÓN. Publicado originalmente el 23/02/2011
Tengo un amigo que dice que las tiendas de chinos hay que subvencionarlas, porque te sacan de un apuro a cualquier hora. Yo no lo tengo tan claro.
Hace tiempo fui a comprar un cepillo de uñas, porque había estado hurgando en el motor averiado del coche de una novia que tenía, y la grasa me llegaba hasta la segunda falange. Entré todo dispuesto en la tienda. El chino parecía sacado de una película de Fu-Manchú (en realidad parecía Fu-Manchú), estaba en el ordenador haciendo un solitario (en chino), y cuando le pregunté si tenía cepillos para las uñas, apartó la vista de la pantalla y me miró como si me fuera a lanzar unos cuchillos al cuello. De repente pegó un berrido tremendo y dijo algo así como “aaaahshouay changgggg xoauchong”, que por el tono furibundo parecía la traducción de “¡Nunca rendiremos la fortaleza!”, pero debía ser otra cosa, porque apareció una mujer (china, naturalmente), que me guió por el laberinto de pasillos de la tienda, y finalmente cogió unos calzoncillos de estampado indescriptible y me los ofreció diciendo “¡Eto!”.
“No, yo lo que quiero es un cepillo para las uñas”, dije, haciendo el gesto de limpiarme las uñas. “¡Aaaahhhhh!”, exclamó la buena mujer con satisfacción por haberme comprendido. Hicimos los 400 metros-tienda de chinos en tiempo de record olímpico y llegamos al siguiente paso del via crucis; “¡Eto!”, repitió sonriente, mientras me señalaba una caja llena de pelapatatas ergonómicos. Traté de hacer el gesto más preciso, me arranqué una uña que parecía la hoja de una guadaña y se la puse ante su cara de espanto, diciendo en voz muy alta “¡Limpiar, uñas!”. El chino cantonés siempre se me ha dado peor que el mongol periférico, y empezaba a encontrarme más agitado que el cerebro de los hermanos Coen.
La siguiente parada de la chinese-gymkhana fue en la sección de cosméticos. “Vaya, nos vamos acercando”, pensé. A todo esto, tres o cuatro chinos nos seguían y observaban discretamente ante mi creciente desasosiego. “¡Eto sí!”. Cuando, riéndose, me alargó un frasquito de esmalte para las uñas color “Verde primavera en un lupanar de Nankín” noté como se me hinchaban las venas del cuello y sentí ganas de volverme verde yo y tirar las estanterías; miré a todos los sitios, por si me estaban filmando en una secuela de “La matanza caníbal de los garrulos lisérgicos”, versión oriental y con cámara oculta, pero nada. La pobre señora no sabía qué hacer para calmarme.
Al final no encontré lo que buscaba, pero me llevé otros utilísimos artículos, como los post-it de Bob Esponja, el gato chino que saluda, y un cenicero que parecía decorado por la cuñada psicópata de Charles Manson, eso sí, con mis uñas más negras que la sentina de un buque y mi neurosis bailando la lambada siberiana.
Lo peor de todo es que el motor no arrancó y aquella novia me dejó.
Rick.
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