Corres como un galgo tras una liebre que no es sino una chapa de metal. Saltas, gritas, aguantas. Bailas con el frío, con el calor, con los días y las noches, y no paras.
Sigues la alocada fuga de atardecer en atardecer, de bar en bar, de esperanza en esperanza, forjas sueños que duran lo que las pompas de jabón, abrazas cuerpos y besas almas, te encomiendas a estampas de vírgenes que nunca existieron
y crees en todos los hechizos y en todas las maldiciones.
Peleas hasta la extenuación, caes reventado y vuelves a levantarte, los ojos llenos de sangre, buscando al enemigo que te golpea desde las sombras.
Cuando queda un instante para pensar, alzas la vista al horizonte, buscando un faro entre la niebla. Hasta que percibes que su alargada sombra te pisa los pies.
Es el destino. Y no puedes escapar.
"Haz caso a Jim Morrison: this is the end, my only friend, the end", me repite mi conciencia.
O quizá no.