LAS FILAS DEL MAL
Confieso que no pude evitar entrar en las filas del mal. Me
alisté en el ejército del Diablo y él fue mi guía y mi guardián. Me arrastré
por el camino de la maldad desde que una noche, al despedirnos, me dijiste que
yo era todo para ti y que nunca me olvidarías. Ha pasado un año y todavía no sé
nada de ti. De tu menosprecio creció en mí un deseo incontrolable por ser tan terriblemente
malo que me llevó a hacer actos de dudosa moralidad.
Comencé a frecuentar lúgubres locales, me relacioné con
gente despreciable y tuve irrefrenables ataques de ira contra la gente de bien.
Arrastrado por oscuras intenciones, me aficioné al vudú y practiqué con una
muñeca obesa como tú. Para perfeccionar mi vileza, me uní a una secta de magia
negra, donde aprendí conjuros y oficié misas satánicas por encargo.
Con la resaca de una maléfica noche, me compré una túnica
con ribetes morados y un ataúd de nogal que vendían a precio de saldo. Desde
entonces duermo en mi ataúd de importación y hablo del bien y del mal con un
búho de madera que robé en un mercadillo.
En mi insaciable afán de beber de todas las fuentes del
mal, visité a un vidente africano que leyó el poso de un vaso que contenía
aguardiente de dudosa calidad. Puso los ojos en blanco y me dijo que ahora
tenías un novio formal al que conociste en una terapia para fumadores compulsivos.
También que tenías intención de hacerte diabética para no comer más dulces y ponerte
todavía más gorda. Imaginé a tu novio, entrado en carnes como tú, escondiendo
todos los espejos de la casa para que no vieras tu deplorable imagen. Le di
algo de propina para saber dónde encontrarte, pero solo supo decirme que
seguías viviendo en el barrio. Así que algunas noches tocaba los timbres de los
portales por si reconocía tu voz a través del interfono, y otras me entretenía
reventando los buzones de los vecinos por si me habías escrito cartas con la
dirección equivocada.
Me dediqué obsesivamente a espiar a los vecinos. Así supe
que el Demonio era un ser egoísta y obsceno que todas las noches visitaba a las
solteras de mi calle y las atemorizaba con el fuego eterno para llevárselas a
la cama. Un día descubrí que vivías en el edificio de enfrente y que el Maligno
te visitaba todas las noches, porque os veía salir desnudos al balcón a fumaros
un cigarrillo tras otro.
Pero llegó el día que decidí olvidarme de ti para siempre.
Empeñé la túnica y el ataúd y desde entonces soy un tipo corriente: me gusta
mirar el escote de las cajeras, robo bolis de la copistería y de vez en cuando
dejo que mi perrita orine en el ascensor.
Jesús
Miguel Valls López