Así que me armo de valor y me bajo a la peluquería.
En vez de salir a recibirme Antonio, mi peluquero de toda la vida, aparece una señorita de entre treinta y cuarenta años, con una cara que me recuerda a Anita Ekberg, y me dice que se llama Marga, que es prima de Antonio y que él ha sufrido un pequeño accidente y tiene que reposar unos días con un collarín cervical. Le digo que lo siento y hago ademán de marcharme. Me dice que espere, que ella misma me cortará el pelo, que es peluquera de señoras y de caballeros.
Si yo tuviese una cabellera difícil, seguramente le habría dicho que no, por desconocimiento de su pericia. Pero lo mío es fácil. Maquinilla al dos por detrás y por los lados y al cuatro por arriba, un par de retoques en el frontal y un rasurado en la nuca me dejan listo para el servicio. Me dice que en dos minutos está conmigo. Me siento y, sin gafas de ver, le echo un vistazo a la prensa. Se me juntan las letras y no llego a saber si Messi se pasa al cine porno, Nacho Vidal ha dado a luz en su casa o Sánchez Dragó se ha llevado la “Bota de Oro”.
Aparece la señorita y, hasta sin gafas de ver, me fijo en que no sólo se parece a la protagonista de “La dolce vita” en la cara: su anatomía también es muy semejante. Me siento en el sillón, me coloca la toalla y esa especie de mandil huertano que hace las veces de sobrecapa y me sujeta la cabeza con las dos manos frente al espejo, como valorando el material de trabajo. Yo miro también al espejo y no se me pasa el detalle de que el botón que cierra su bata a la altura del escote está pugnando por salir despedido ante la presión de tanta carne y tan bien distribuida. Empiezo a sudar levemente, por la imagen que compone mi cara bajo sus encantos y por la sospecha de que se ha dado cuenta de que a los ojos, precisamente, no la estaba mirando.
- ¿A navaja?
- No, no. Maquinilla.
- Vale.
No cuenta chistes. No habla de fútbol. Ni siquiera comentamos nada sobre los asuntos del barrio. Hay un silencio incómodo. Se agacha para alcanzar el enchufe de la afeitadora y saco dos conclusiones: que la bata va corta de tela y que se lleva otra vez el negro en materia de lencería. Ya sudo copiosamente, por los malos pensamientos y porque no sé si, a través de los espejos, se está percatando de mi turbación. Trago saliva y trato de distraerme repitiendo mentalmente la letra de las canciones de mi infancia.
Estoy con lo de “Mazinger es fuerte, es bravo, es una furia” cuando se produce la primera colisión. Ha topado su parachoques contra mi oreja. Doy un respingo y empiezo a respirar por la boca.
Los siguientes quince minutos son de pánico. Cada vez que se mueve hay alguna parte de su espléndida carrocería que me roza. Si sigo sudando así, en otros quince estaré deshidratado. Encima me sonríe constantemente, que otra cosa tendrá, pero amable es un rato.
Llega un momento que no aguanto más.
- Así, así está bien…
Me incorporo, me pongo perdido de pelos, saco con mis temblorosas manos el primer billete que alcanzo, uno de veinte, lo dejo sobre la repisa y sólo alcanzo a decir:
- Muchas gracias, quédate el cambio, que se mejore Antonio, buenos días…
Salgo a la carrera de la peluquería. Cuando recupero el ritmo cardiaco, me fijo en un escaparate que llevo el mismo look que el malo de “El último mohicano”. Verás cunado me vea mi mujer. Y cuando la diga que este corte de pelo me ha costado el doble de lo normal. A la próxima, me afeito la cabeza en casa y santas pascuas.