Siempre había pensado que llevar al perro a pasear
por las aceras de la ciudad es una de las cosas más absurdas que una persona
puede hacer por un animal. Aunque errores más absurdos aún se cometen por un
semejante. Como prometer fidelidad de por vida.
Aprendió a vivir con esas normas no escritas. Había sacado
a pasear a más de un perro por el asfalto y ya no le costaba decir mentiras
piadosas, para no herir al prójimo. Se acostumbró a la música alta, a llevar
calcetines negros, a opinar sobre el tema político del momento, a comentar la
serie de moda y el último clásico de la Liga. Cuando salía a cenar bebía
siempre un poco de más y procuraba hablar de menos.
Digamos que se había acostumbrado a conducir por el
lado derecho de la vida, pese a seguir siendo zurdo. Pequeñas concesiones necesarias
para integrarse. Tal vez el error fue de Rousseau, que creía en el hombre bueno
por naturaleza y el contrato social.
Ahora, a sus 50 años, este buen hombre tiene éxito,
es querido por amigos y familiares, respetado en su trabajo y ha dejado,
definitivamente, de fumar. Tiene una novia que no es guapa, sino interesante, y
una ex mujer con la que no se habla. Su coche es un descapotable, por fin, y su
vivienda, un piso en las afueras que sigue a medio amueblar.
No tiene perro. Porque está dispuesto a fingir y a
mentir, pero no soporta que alguien, aunque sea del reino animal, dependa de
él. Ni siquiera tiene plantas en casa, cuando llegan las vacaciones solo tira
lo perecedero de la nevera y se va. Vive feliz, no sufrió la crisis de los 40 y
la crisis económica le ha pillado con trabajo asegurado.
Pero un día, que no era su cumpleaños, ni fin de
semana, ni el inicio de la primavera, desapareció. Tardaron en darse cuenta de
que ya no estaba. En el trabajo, pensaron que estaba enfermo, después surgió
cierta alarma, su novia se preocupó y llamó a su familia y a Mario, su mejor
amigo. Al tercer día, lo dieron oficialmente por desaparecido.
Hay quien piensa que está muerto, por accidente o
por voluntad propia. No se llevó dinero, ni ropa, ni las cosas que más
apreciaba. Su móvil estaba en casa, como si lo hubiese olvidado al salir a un
recado, y había comprado entradas para ir al cine.
Ha pasado el tiempo y nadie sabe qué le ocurrió. Su
novia, por mucho que lo piensa, no encuentra ninguna explicación y se teme lo
peor. Ni ella, ni Mario, ni nadie lo conocía lo bastante como para saber que sí
falta algo de su casa. Un libro que le había acompañado desde pequeño, el que
le leía su madre imitando las voces del zorro domesticado, el niño y la rosa.
Kristina
Lavrans