«A
la de tres» –pensó Alan, y sin más se lanzó por la ventana en busca de la
muerte. Porque harto estaba de una vida miserable y absurda, plagada de
despropósitos, y deseaba, por una vez, tomar las riendas de su destino. ¿Y qué
mejor que un suicidio como reivindicación de uno mismo? Lo que Alan tenía de
reivindicativo, sin embargo, lo tenía también de ateo, de ahí que no se hubiera
percatado de que la única procesión cristiana del pueblo pasaba, exactamente a
esa hora, por debajo de su ventana. Así vinieron a dar sus formas blandas
contra el trono de María Santísima de los Milagros, al tiempo que se elevaba un
«oh» generalizado desde la boca de los presentes. Alan rebotó varias veces
sobre el palio y salió indemne. La Virgen, en cambio, quedó hecha una piltrafa.
Se abrió su cuerpo lo mismo que una vaina y fue decapitada al instante. La
testa coronada rodó por la túnica y se detuvo justo a los pies de Pepa, beata
redomada y enferma de un pulmón. O, mejor dicho, del pulmón, pues el otro
miembro de la pareja había sido extirpado, todo gris y putrefacto, tres años
atrás. Con mucho ahínco le había pedido a la Virgen, milagrosa como era, la
curación absoluta de sus problemas respiratorios, pero al ver su cabeza
cercenada sobre el asfalto decidió que, en efecto, la Virgen no estaba en aquel
momento para milagros. Del disgusto le dio un ataque de tos tal que, tras pasar
del azul al morado, cayó fulminada allí mismo. Al otro lado de la carretera,
Lola se llevaba las manos a la cara, porque, aun siendo menos devota, también
ella le había pedido, a su manera, un milagro a la Virgen. Prisionera de un matrimonio
sin mucho fuste, una tarde se emborrachó de carajillos y exigió al cielo, con
los ojos lacrimosos, alguna señal que demostrara su aprobación, o no, del plan
que tenía en mente; esto es, abandonar a su marido lo mismo que a un gato
muerto. La Virgen había respondido amputándose la cabeza y en aquel instante la
miraba fijamente con los ojos pintados sobre la escayola en un gesto que, según
interpretaba Lola, mostraba su categórica aprobación. Como señal, desde luego,
aquello era la repera, por lo que agarró al desconocido que tenía a la
izquierda, algo paleto pero bien parecido, y le plantó un beso en todos los
morros. Así, en apenas unos minutos, el mundo había cambiado. Alan abandonó el
lugar, escoltado por la policía, sintiéndose repentinamente religioso, puesto
que, al fin y al cabo, la Virgen le había salvado la vida. La pobre Pepa marchó
con los pies por delante en el interior de un coche fúnebre, aunque,
ciertamente, menos afectada por sus problemas respiratorios. Y Lola caminó del
brazo de un flamante (y garrulo) desconocido, dispuesta a presentárselo a su,
desde aquel mismo momento, ya exmarido.
Para
que luego digan algunos que los milagros marianos no existen...