Pese a las mil advertencias y gestos alarmados, el galán no se arredró.
Se apostó en la mesa, desafiante, exigiendo que le llenasen el recipiente. El
posadero escanció el brebaje y se apartó hasta una esquina. Contaron hasta tres.
El hombre echó un largo sorbo. El fluido le abrasaba la garganta. Después soltó
la copa vacía y se dirigió jactancioso a los presentes. – ¿Quién decía “imposible”?
Uno de los caballeros lo sacó de su euforia al señalar hacia el vaso,
otra vez rebosante hasta los topes. ¿Qué estaba sucediendo? Todos los
comensales se hallaban a distancia considerable. Además, ninguno osaría a
hacerle trampas, de eso no cabía duda. Agarró furioso el cáliz, sin lograr
levantarlo del todo. – ¡Diantres! – exclamó –. ¡Pesa como si fuera plomo!
Necesitó ambas manos para
llevárselo hasta la boca. Esta vez no había manera de terminarlo. ¿Acaso lo
imaginaba, o el recipiente se agrandaba conforme bebía de él? Cuando no pudo
más, lo depositó en la mesa y se limpió la frente de sudor. A sus espaldas
tronaban voces exhortándole a rendirse, pero él pidió una escalera y se subió a
lo más alto. Empezó a izar cubos uno tras otro, tragando ansioso el
aguardiente, mientras el fondo se alejaba más y más de él. Por último lo
avistaron sentado sobre el borde de la copa, que en su crecida había traspasado
la techumbre y se perdía en mitad de la noche. El pretendiente miraba al vacío,
las piernas colgando en el aire. Si lo empujaron o resbaló en un despiste, no
quedó de manifiesto. Tardaron tres días en dar con su cuerpo hinchado, flotando
a merced de las olas, en mitad de aquel cáliz superlativo.
Nacho Rubio