De repente me sentí como Rick en Casablanca: ¿por qué, de todas las ciudades del mundo ha tenido que venir a ésta? Pero yo me encontraba en Oporto, y ella, aunque no era Ilsa, tenía ese mismo aire de elegancia innata. Allí estaba, Julia, sentada en aquella terraza junto al río, hojeando distraídamente una revista. Intenté que mi cara no reflejase el terremoto que sentía por dentro, y sobre todo que Gloria no me lo notase. Por suerte Gloria no era demasiado perspicaz, y aunque ya llevábamos casi dos años juntos y me iba conociendo, creo que no se dio cuenta. Habíamos llegado tres días antes para asistir a un congreso de medicina, profesión que compartíamos, además del techo que nos cobijaba en Madrid. Hasta ese momento todo había ido bien, las callejuelas de Oporto eran cómplices ideales para cometer los mejores pecados en forma de besos, y tenía la sensación de que nos habíamos mimetizado en ella como un edificio ruinoso más.
Y de pronto, apareció Julia, y todo cambió. Hacía seis años que no la veía, y no tenía no idea de qué hacía allí; tal vez vive en Oporto, pensé. Fue mi último pensamiento como tal, porque en mi cabeza se desencadenó una tormenta que ya no dejó de dar vueltas.
Se me aparecieron en un instante todos sus abrazos, sus caricias, y aquel olor de su piel que ya creía haber olvidado. Ni siquiera el recuerdo de nuestra abrupta despedida, tan fría como una mala noticia, amortiguó la ansiedad que me atropelló al contemplarla allí, tan hermosa como siempre.
Insistí a Gloria en sentarnos en la terraza de enfrente, a la distancia ideal para aplicar la vieja máxima de la estrategia, ver sin ser visto. Pedimos dos copas de tawny de 20 años y aunque mi cuerpo estaba allí presente, mi mente se encontraba unos metros más allá. Pensé incluso en ir a saludarla con Gloria, y darle celos. Qué estupido, celos, si era yo el que estaba celoso hasta de su silla.
Así permanecía, absorto en mis necias cavilaciones cuando, de repente, vi que la revista de Julia caía al suelo, y justo después, ella se desplomaba. Al instante se organizó un pequeño revuelo, hasta que alguien pronunció la frase fatídica.
- ¡Un doctor!
Gloria, que también lo oyó, empezó a darme golpecitos en el brazo.
- Piden un médico, vamos, acércate.
- Pues tú también eres médica.
- No seas tonto, anda, corre, no vaya a ser algo grave.
Me encontraba inerme y sin argumentos para negarme, me levanté y caminé tratando de aparentar premura, aunque en realidad iba como si me estuvieran empujando por la pasarela a los tiburones. Julia estaba tendida sobre el suelo, con un grupito de personas a su alrededor.
- Soy médico.
Y como si fuera el mar Rojo, la gente se abrió y me dejó paso hasta ella. Me sentía tan nervioso que apenas podía razonar, pero al menos me dio para entender que no tenía pulso perceptible. Lo saben hasta los niños, había que hacer maniobras de reanimación. Y allí me encontré, insuflando aire a través de esa boca que tantas veces había besado.
Aunque parezca extraño, me sentía azorado por la situación, pero no estaba preocupado por Julia, porque estaba convencido de que iba a salir de la parada. Y claro que salió, muy pronto, apenas habían transcurrido dos minutos cuando abrió los ojos justo cuando yo le estaba introduciendo aire. Retiré mi boca y vi su expresión de incredulidad, que no fue nada comparada con la que debí poner yo cuando recibí el bofetón que me propinó, ante la mirada atónita de los espectadores. Y eso que aún no lo habían visto todo. Porque cuando pasaron unos segundos, Julia me atrajo de nuevo hacia ella y entonces me besó como si otra vez necesitase el aire de forma imperiosa para poder sobrevivir un rato más. Lo que sucedió después es que la gente que teníamos alrededor prorrumpió en un aplauso entusiasta, cual final feliz de una película romántica. A la única a la que la película le debió parecer surrealista fue a Gloria, que contemplaba la escena con estupefacción.
Poco tiempo después, mientras el sol se escondía, andábamos en silencio por Santa Catarina. Como un alma en pena, iba fijándome en todos los carteles que salían y colgaban de las ventanas y los balcones.
- ¿Te has fijado – dije, como si nada, con el más pobre de los recursos - , en que está todo lleno de peluquerías?
Gloria me miró sin decir nada. Yo no sabía cómo explicarle la situación, sobre todo porque nunca antes le había hablado de Julia, a pesar de la cicatriz que me había dejado. Y lo peor de todo era que ese beso inesperado tras haberla traído de vuelta a la vida había sido como un veneno cuyas consecuencias aún no podía valorar.
A Julia se la llevaron al hospital antes de que pudiese hablar nada con ella, y allí se quedaría hasta que la explorasen para intentar saber la causa de su parada, y yo pasé la noche en blanco dándole vueltas a lo sucedido. Al día siguiente fui al hospital para tratar de hablar con ella, pero me dijeron que no habían encontrado nada anormal en su estado y había sido dada de alta. Después de aquello no la he vuelto a ver.
Gloria, tras contarle todo lo que tenía que decirle, tomó el primer avión de la mañana; me dijo que se iba por la falta de confianza que le había demostrado y porque yo, desmoronado en los brazos de Julia, no había hecho ninguna intención de retirar mis labios de los suyos cuando me besó con aquella intensidad. Tenía razón en todo, pensaba yo, mientras seguía caminando despacio bajo los vetustos anuncios de los peluqueros.