lunes, 1 de agosto de 2011

Las tiendas de chinos.

REEDICIÓN. Publicado originalmente el 23/02/2011

 Tengo un amigo que dice que las tiendas de chinos hay que subvencionarlas, porque te sacan de un apuro a cualquier hora. Yo no lo tengo tan claro.

Hace tiempo fui a comprar un cepillo de uñas, porque había estado hurgando en el motor averiado del coche de una novia que tenía, y la grasa me llegaba hasta la segunda falange. Entré todo dispuesto en la tienda. El chino parecía sacado de una película de Fu-Manchú (en realidad parecía Fu-Manchú), estaba en el ordenador haciendo un solitario (en chino), y cuando le pregunté si tenía cepillos para las uñas, apartó la vista de la pantalla y me miró como si me fuera a lanzar unos cuchillos al cuello. De repente pegó un berrido tremendo y dijo algo así como “aaaahshouay changgggg xoauchong”, que por el tono furibundo parecía la traducción de “¡Nunca rendiremos la fortaleza!”, pero debía ser otra cosa, porque apareció una mujer (china, naturalmente), que me guió por el laberinto de pasillos de la tienda, y finalmente cogió unos calzoncillos de estampado indescriptible y me los ofreció diciendo “¡Eto!”.

“No, yo lo que quiero es un cepillo para las uñas”, dije, haciendo el gesto de limpiarme las uñas. “¡Aaaahhhhh!”, exclamó la buena mujer con satisfacción por haberme comprendido. Hicimos los 400 metros-tienda de chinos en tiempo de record olímpico y llegamos al siguiente paso del via crucis; “¡Eto!”, repitió sonriente, mientras me señalaba una caja llena de pelapatatas ergonómicos. Traté de hacer el gesto más preciso, me arranqué una uña que parecía la hoja de una guadaña y se la puse ante su cara de espanto, diciendo en voz muy alta “¡Limpiar, uñas!”. El chino cantonés siempre se me ha dado peor que el mongol periférico, y empezaba a encontrarme más agitado que el cerebro de los hermanos Coen.

La siguiente parada de la chinese-gymkhana fue en la sección de cosméticos. “Vaya, nos vamos acercando”, pensé. A todo esto, tres o cuatro chinos nos seguían y observaban discretamente ante mi creciente desasosiego. “¡Eto sí!”. Cuando, riéndose, me alargó un frasquito de esmalte para las uñas color “Verde primavera en un lupanar de Nankín” noté como se me hinchaban las venas del cuello y sentí ganas de volverme verde yo y tirar las estanterías; miré a todos los sitios, por si me estaban filmando en una secuela de “La matanza caníbal de los garrulos lisérgicos”, versión oriental y con cámara oculta, pero nada. La pobre señora no sabía qué hacer para calmarme.

Al final no encontré lo que buscaba, pero me llevé otros utilísimos artículos, como los post-it de Bob Esponja, el gato chino que saluda, y un cenicero que parecía decorado por la cuñada psicópata de Charles Manson, eso sí, con mis uñas más negras que la sentina de un buque y mi neurosis bailando la lambada siberiana.

Lo peor de todo es que el motor no arrancó y aquella novia me dejó.

Rick.

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