lunes, 23 de enero de 2012

Síndromes

Mi amigo Emilio, que es psicólogo (una patología que, según sus propias palabras, no tiene tratamiento, y otro día hablaré de su teoría de que ese afán por conocer el funcionamiento de la psique no puede ser sino una forma de terapia para los que ya están como un cencerro), sostiene que, de los muchos peligros que acechan las relaciones personales entre mujeres y hombres, dos de los más acentuados son los síndromes de Lanzarote y Juana de Arco. La otra noche, en los dulces brazos de los herederos de Don Casimiro Mahou, cervecero madrileño, le pregunté por el asunto. A mí esto de los síndromes me llama mucho la atención, que no en vano he dado nombre a ese de acumular cosas inútiles en la convicción de que tendrán utilidad en el futuro (y vaya por delante que es falsa esa leyenda de que guardo en el cajón de mi mesilla preservativos de 1979). Emilio se apretó otro pacharán, se aclaró la garganta y me explico en que consisten.


El síndrome de Lanzarote lo padecen los hombres. Él le ha dado ese  nombre en honor a Lanzarote del Lago, Lancelot para los anglosajones, prototipo del caballero medieval. Se produce cuando un hombre conoce a una mujer que le revela un problema terrible y ante el cual se encuentra indefensa. La reacción inmediata es asumir el papel de protector de la dama y entregar su alma y sus trabajos a esa causa, sin parar mientes en nada más.

En lo que no repara este “Don Quijote” de los tiempos modernos es en el hecho de que, muchas veces, la necesitada de auxilio es una auténtica profesional en la elaboración de problemas irresolubles. Hay toda una casta de damiselas fabricantes de embrollos, expertas en generar un dilema, hasta el punto que, cuando no tienen ninguno se lo inventan. Y así, el salvamento es infinito y agotador, y el hidalgo termina cautivo y desarmado, como el Ejército Rojo, y en manos de algún colega de mi amigo el psicólogo.


El síndrome de Juana de Arco es femenino. Es ese que inflama el corazón de una mujer al descubrir a un sinvergüenza desalmado, pendenciero y mujeriego, que dirían los Café Quijano. Algún relé salta dentro de ella y se despierta un deseo irreprimible de corregirle, de rescatarle de “El lado Oscuro” para convertirle en un hombre íntegro, enamorado, respetable y buen padre de familia.

Pero los sujetos objeto de sus atenciones son campeones de la manipulación, y van y vienen, y dan y quitan, y tensan la goma para luego destensarla. De esta forma, el proyecto de redención del pecador se convierte en un paseo por el infierno para la incauta salvadora, que termina por conocer, en la sala de espera del psiquiatra, al paciente del síndrome anterior.

Yo no sé si Emilio tiene razón, y lo cierto es que tampoco me importa, porque el tío es tan ameno contando sus cosas que merece la pena soportar la resaca del día siguiente con tal de escucharle un rato. Pero sí que me da que esta tesis no es descabellada, a tenor de las cosas que veo y oigo y del incremento de bebedores/as solitarios/as que ando apreciando en los últimos tiempos.

Y otro día que me pille bien hablaré del de Estocolmo, que no es que lo padezca mi amigo Mats por ser sueco: lo padecemos todos los padres y madres del mundo, que somos rehenes de nuestros tiránicos hijos y encima los queremos más que a las niñas de nuestros ojos. Pero ya, para otro día.

Sed buenos y temerosos de Dios y del F.M.I.

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