Cuando el silencio tomo posesión de su salón, se sirvió un generoso brandy, atizó con parsimonia los leños que crepitaban en la lumbre, ahuecó su cojín favorito y se acomodó en su mullido sillón, contemplando a través de la vidriera como la luz de la luna se desparramaba por un Madrid navideño.
Había sido una cena estupenda, con buena comida y mejor conversación. Mecidos por la música clásica y comentando con ingenio las cosas de la actualidad.
Desde su atalaya descubrió a una pareja de adolescentes que buscaban las sombras de los portales para achucharse. Casi un cuarto de hora necesitaron para cruzar su tramo de calle, entre caricias y besos.
Unos minutos después, un grupo de muchachos recorrieron su panorama, jugando a esconderse, tirando algún que otro petardo, corriendo y saltando, berreando villancicos y pidiendo a nadie el aguinaldo.
Más tarde, dos hombres borrachos caminaron deambulando ante su vista, hablando a gritos, glosando su amistad, recordando mil escaramuzas de bar, pasándose el brazo por los hombros.
El siguiente figurante en aquella representación fue un padre joven con su hija subida en hombros, un padre que bailaba y cantaba para fabricarle a su hija una tras otra deliciosas risas de inocencia.
Por fin la calle quedó desierta. Mientras su barbilla temblaba y las lágrimas se mezclaban con el brandy.
!Madre!,se te van a solapar las crisis.Yo por si acaso ya voy preparándome.
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