Entró, casi sin fijarse en nada, para escapar de la lluvia.
Siempre había odiado la lluvia, como odiaba cualquier circunstancia que le alejase de la comodidad. Esa era su naturaleza, la de ser un hombre complacido. Por eso detestaba que hiciese calor o frío, que la superficie de la cama tuviera la más mínima arruga, que la temperatura del café no fuese la precisa, que el aroma de las sales de baño no acariciase su pituitaria, que un atasco de tráfico o un conflicto con un vecino alterasen su ritmo cardíaco o su estado anímico. Tal vez por ello, con el paso del tiempo había ido alejándose de las novedades, para dejarse mecer por las plácidas rutinas. Era, en una palabra, la plasmación corpórea de aquello que los franceses llaman un “Bon vivant”.
El olor que le asaltó nada más entrar al bistró le confundió. Su refinada nariz captó de inmediato las esencias de la nuez moscada, del cilantro, de la albahaca; pero había muchos más matices en aquel olor compacto, olores conocidos y desconocidos, olores combinados y olores únicos. Mientras se sentaba a la mesa, la paradoja de enfrentarse a algo desconocido y la sensación de que lo nuevo tenía que resultar extraordinariamente grato se fundían en sus pensamientos.
Los colores del mantel, de las cortinas o del vestido de la camarera, la música que parecía salir de ninguna parte y hasta el tacto del hilo de la servilleta le resultaban nuevos y, sin embargo, en absoluto le desazonaban. Cuando llamó a la señorita para hacer la comanda, obtuvo por toda respuesta una risa cantarina. Perplejo, abrió la carta, más para eludir la timidez que para elegir el menú. Otra sorpresa: los platos tenían nombres incomprensibles. Al preguntar por los ingredientes, la camarera volvió a reír.
- Elija al azar.
Porqué se dejo llevar es algo que nunca comprendió. Pero señaló con el dedo dos de las sugerencias del chef. Lo que vino después fue una sinfonía de placeres. Sabores que se descomponían en otros sabores, consistencias inconsistentes, matices dulces que, como fuegos artificiales, se fraccionaban en gustos salados, azúcar que sabe a mar y sal que sabe a hierbas. El roce de aquel vino en su garganta y ese tenue vapor que envolvía su cabeza. Las risas de la chica ante sus gestos y Bach, y las litografías de los grabados de Goya y de Gauguin.
Al llegar a casa, llenó a trompicones media maleta y cogió el pasaporte. De camino al aeropuerto, se tomó la molestia de arrojar por la ventanilla del taxi el teléfono móvil en mitad de la autopista. Escogió al azar un destino.
Mientras paladeaba el mojito y miraba como el sol pintaba de rojo las crestas de las olas en aquel atardecer interminable del trópico, recordaba y sonreía. Le interrumpió un cliente, preguntando por los ingredientes de un plato. Se echó a reír.
- Elija al azar. Se lo recomiendo.
Me encanta. Me queda el consuelo de que vosotros no podéis presentaros al concurso de relatos hiper breves porque, en ese caso, los demás no tendríamos ninguna oportunidad.
ResponderEliminarBesos
MUY MAGICO ESTE CUENTO, FRAGANTE, SABROSO, COLORIDO, ORIGINAL Y MAGNIFICO !!!!!!!!!!!!!!!!!!!!
ResponderEliminarUna anécdota, la selección de menú lo conduce a cambiar sus hábitos que lo hacían odiar más que disfrutar su entorno.Gracias por el texto y la página. Saludos y feliz día.
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