Hacía tiempo que
me pasaba por la consulta del Dr. Coyote. Eso no quiere decir que mi salud
fuera especialmente buena. En 3 meses había encadenado 7 resfriados, cada uno
con sus síntomas, uno con tos recalcitrante, otro con mocos de colores
indescifrables que me hacían frente, varios con sus decimillas de fiebre, e
incluso uno con un episodio de caspa brava. Además mi ritmo intestinal, más que
ritmo venía siendo un tango intestinal, por lo dramático y lo desigual. Me
había roto una muela al confundir con una onza de chocolate un taco de madera
que se dejó el persianista, el juanete parecía ya un séptimo dedo (para quien
no lo sepa, tengo seis) y tenía un sarpullido en la nalga derecha refractario a
cremas y cataplasmas. Y lo de siempre lo seguía sufriendo en silencio.
Pero aunque
hubiera ido a visitarle no le hubiera encontrado. El Dr. Coyote colaboraba a
menudo con la justicia, en casos relacionados con las drogas de abuso; su
colaboración consistía por lo general en cumplir condena en algún presidio de
la zona cuando le trincaban. Ya le conocían en casi todos, y de todos era sabido
que controlaba los mejores camellos del país. Por eso, cuando había alguna
sentencia y se sabía que iba a ingresar, desde la penitenciaría en cuestión recibía
decenas de encargos para que aprovisionase debidamente a reos y vigilantes, e
incluso algunas veces al propio alcaide.
Una mañana sonó
mi teléfono. No esperaba llamadas y no identifiqué el número, porque veo menos
que los leones de las cortes y mi móvil es de última generación; pero de la
última generación de los faraones. Un poco vetusto, vamos.
- ¿Dígame?
- Buenas tardes,
le llamo del penal de Eurovegas-1, tiene una comunicación con un recluso.
No me dio ni
tiempo a preguntar nada, y entonces oí otra voz.
- Hola, soy
Bernardo Coyote.
- ¿Dr. Coyote?
- ¿Qué tal,
hombre, cómo está usted? ¿Cómo van esas hemorroides?
- Pues bien,
gracias, muy hermosotas. ¿Se encuentra bien, Dr.?
- Sí, sí, todo
bien, estoy aquí haciendo un estudio científico en esta noble institución.
Mire, tengo que pedirle un pequeño favor.
- Usted dirá.
- Verá, necesito
un tratamiento para un paciente que tengo aquí. El laboratorio proveedor lo iba
a dejar en mi consulta en estos días, pero yo no puedo abandonar ahora este
lugar, y necesitaría que me lo trajese, para mi paciente es vital, es una
terapia personalizada.
- Pero…
- Es muy fácil,
mi proveedor se lo lleva a su casa y usted me lo trae cuanto antes.
- ¿Y no puede
llevárselo directamente el proveedor, Dr.?
- Esto…, es que
es muy sensible, y no le gusta visitar estos lugares, tan llenos de dramas
humanos, usted ya me entiende.
- Bueno, está
bien – le dije-, pues que venga cuando quiera.
- De hecho debe
estar al llegar a su domicilio, porque ya di por hecho que no podría negarme
esta sencilla ayuda.
En ese momento
me sorprendió el timbre.
- Ah, lo he oído
– dijo el Dr. a través del teléfono-, debe ser él. Usted recoja la mercancía,
digo el tratamiento, y ya está. No es preciso que hable mucho con él. Y sobre
todo, no le deje pasar al interior de su piso, y no le dé la espalda en ningún
momento.
- De acuerdo –
repuse-. Cuando lo tenga le llamo.
- No se moleste,
no podrán pasarme la llamada, estaré muy ocupado. Tráigamelo esta misma tarde,
en el horario de visitas. Confío en usted. Ah, y que no se lo vea nadie. Son
medicamentos muy escasos y pueden despertar la codicia
Colgué el teléfono
y fui a la puerta, donde el que fuera seguía desgañitándose con el timbre.
Abrí. Para empezar a describir al “proveedor del laboratorio” lo mejor era
comenzar por el olor que despedía, un tufo tan nauseabundo que no sospechaba
que pudiera existir, al menos en humanos. Estaba delgado como una cerilla y
tenía el pelo largo y grasiento; de hecho estaba apoyado en el marco de la
puerta y para quitar la mancha que dejó tuve que lijarlo. Su indumentaria no le
iba a la zaga, vestía un chándal del Rayo Vallecano cuyo color blanco natural
había derivado en un ocre-mugre de lo más original. El tipo me miraba como si
fuese un astronauta en medio de la Gran Vía. Me extendió la mano y me dio algo.
- Tenga, p’al
Coyote.
- Ah, gracias,
se lo llevaré mañana a primera hora.
El andoba no se
movía del quicio de la puerta, y yo recordé los consejos del Dr.
- ¿Algo más?
Se endurecieron
sus facciones, si es que eso era posible.
- ¿Cómo que algo
más? Tendrás que pagarme la mierda esta, ¿no te jode?
- Pero el Dr. no
me ha dicho nada.
- Ni doctor ni
hostias, joder, o me pagas ahora mismo o me lo vuelvo a llevar. O me lo cobro
como pueda.
- Bueno, bueno,
tranquilo. ¿Cuánto es?
Le aticé a aquel
macarra los 80 euros que me pedía, pensando que había habido alguna confusión y
que sin duda no habría entendido las instrucciones del Dr. Se fue escaleras
abajo echando algunas blasfemias feroces que nunca había oído antes. No me
extrañó que no quisiera ni acercarse al trullo.
El “tratamiento”
venía en un frasquito de cristal transparente, tapado con unos algodones y un
esparadrapo ennegrecido. Estaba lleno de pastillas de muchos colores, casi
todas diferentes. El frasco tenía una pegatina en la que, con muy mala letra y
escrito con rotulador, ponía “Metralla”. Lo guardé bien en el bolsillo interior
de mi cazadora y me fui pitando a llevárselo al Dr.
Llegué a la
cárcel en media hora, y solicité visita con el Dr. Coyote. El guardia me miró
con cara de sorna.
- El Dr. coyote,
¿no?, ya, ya. Y no llevará usted algo para mí, ¿no?
Debí quedarme
blanco como un inodoro Roca modelo “Princesa”, pero antes de que dijese nada el
guardia siguió.
- Es broma,
hombre, no me ponga esa cara. Venga por aquí.
Le seguí hasta
llegar a una habitación con una mesa y dos sillas, en una de las cuales me
senté. A los pocos minutos se abrió la puerta y entró, seguido por otro guardia,
el Dr. Coyote. Llevaba un uniforme azul claro, con unos cuantos lamparones; iba
algo despeinado, y con los ojos un poco vidriosos y las pupilas dilatadas. Se
acercó y me dio un abrazo.
- Qué alegría,
hombre, qué amable ha sido. ¿Ha traído eso?
Me quedé mirando
al guardia. Entonces el Dr. le dijo:
- Ful, déjanos
un momento, por favor. Luego te paso algo - el guardia salió y el Dr. me quiñó
un ojo-. Fulgencio es de confianza. Un tío legal. A ver, deme, deme.
Saqué con
cuidado el frasquito y se lo entregué.
- Perfecto, perfecto
– me dijo-, el “Metralla”, digo, el Sr. Montoya, se va a poner muy contento.
¿Todo bien con el proveedor?
Le conté lo que
le había dado.
- Pero, hombre, no
tenía que pagarle nada, eso son cosas nuestras. Pues yo no puedo darle el
dinero, aquí no tengo nada.
Siguió un rato
hablando, hasta que Ful volvió a entrar en la sala.
- ¿Y su adicción
a los analgésicos, cómo va? – me preguntó.
Casi no pude ni
contestarle.
- Bueno, hala,
que me tengo que ir, que estoy muy ocupado. Le veo en mi consulta dentro de
poco, llame para pedir cita, pero no antes de 3 meses y un día, ¿eh? Adiós,
adiós.
Y desapareció. Me
largué de aquel lugar y llegué a casa cansado. Mientras metía la llave en la
puerta, pensando en el lingotazo de Soberano que me iba a poner para relajarme,
vi junto al felpudo una pastillita roja y azul. Seguramente se le habría caído
al proveedor. Con tantas cosas que tengo, para algo me valdrá, pensé. Y vaya si
valió; no me quitó ningún dolor, pero el colocón no se me pasó hasta el día
siguiente.
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