El
armazón del barco crujió después del viraje brusco y seco, ejecutado con
maestría por el capitán de la nave. Orlando se despertó alertado por la chica,
cuyo nombre había olvidado. Tampoco recordaba cuántos porros se había fumado la
noche anterior, después del concierto. Ella miraba por el ojo de buey un punto
aproximándose y aumentando de tamaño en el horizonte. Parecía un yate más veloz
que el velero en el que navegaban. La joven, presa de la histeria, chillaba
palabras y frases sueltas como Alakrana. Secuestro. Esto es el
fin y un repertorio mayor de temores. Continuaba chillando hasta que por la
portezuela del camarote se asomó Horacio, el timonel del barco. Los tres
subieron a la cubierta. La chica agazapada tras la espalda del capitán y
Orlando sin poder reprimir un ataque involuntario de risa. Entre el velero y el
yate solamente quedaban varias brazas de distancia. Los tres miraban cómo se
acercaba la embarcación con la bandera negra, decorada con una calavera y dos
guitarras cruzadas de color blanco,
rematadas por la palabra Corsarios. El lienzo de tela se desplegaba en la
barandilla de proa. La tripulación estaba formada por una veintena de
tripulantes. Todas eran chicas adolescentes que bramaban el nombre de su ídolo
a los cuatro puntos cardinales.
Orlando
ya no se reía, presintiendo el abordaje inminente. Sólo podía recordar los días
lejanos, cuando cantaba con su banda anterior, Los Mimosos.
Pablo Vázquez Pérez
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