lunes, 20 de noviembre de 2017

Gusto

He perdido el sentido del gusto. Aunque gustarme, me gusto lo imprescindible, que sarna con gusto no pica. Pero ya no encuentro sabor, sapore di sale, sapore di mare. Ya casi nada tiene un gusto refinado, y pocas cosas tienen siquiera un gusto dulce o amargo, un gusto agrio, salado, ácido, ni acaso metálico y nada tiene ya, son cosas de la edad, un gusto picante. Sería incluso incapaz de paladear ese regusto final a almendras amargas que tiene el veneno en copa de vino. Aunque hasta ese lo arruinaría algún sommelier vocacional aburriéndome con los aromas retronasales y el bouquet de fondo a madera de roble y tabaco.

Gusto, sin embargo, de pasear con Audrey y gusto de tomar una cerveza en una terraza, con un viejo amigo, tan a gusto. Son gustos burgueses, gustos conservadores y conversadores.  Reconozco que ahí, el gusto es mío. Pero son gustos sencillos, gustos que nunca pisaron Sibaris ni en calidad de turistas accidentales. Aunque me queda vivo ese gusto sibarita por el silencio, y, como aquellos grecoitalianos, prohibiría los ruidos molestos en las zonas habitadas. Ese es gusto compartido.
Y, aunque dice el refrán que a gusto de cocineros comen los frailes, el menú del día suele resultar disgusto. Aunque siempre nos quedará Paris, y decía ese parisino insigne, Don Charles Baudelaire, de “lo que hay de embriagador en el mal gusto es el placer aristocrático de desagradar”, así que igual hay que alejarse del camino del buen gusto y echarse al monte del malo, que tal vez siendo malo sea mucho mejor, como Mae West.

Esos sabios contemporáneos que son los portugueses, reserva espiritual de Occidente y del resto del mundo, definen lo placentero cono “gostoso”, de gustar, y hay quien afirma que todo lo que gusta es pecado o engorda. Pero sospecho que, como siempre, tenía razón mi madre cuando me decía que era un insípido, porque ni de niño las cosquillas me han dado gustirrinín y las caricias me ponen nervioso.

Descartado lo de que en la variedad está el gusto, que los sabores, como los colores, son cuatro y lo demás son combinaciones, me aferro a una última ilusión. Cierto es que mi cansado paladar distingue con absoluta claridad una Mahou de una Cruz Campo.


Aún queda una esperanza. 

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